El primer día de la semana.... 2020



        En el fragor de la vida, a veces, estás tenso, agitado, y no tienes calma. Sin embargo, en el fondo de ti mismo, sientes una paz inalterable. Lo mismo sucede en la fe; la fe no es un sentir, es un saber, es certeza y no una emoción.        

 Muchas veces no sientes nada, pero puedes afirmar: yo sé que el Señor está conmigo, tengo las certeza que Él me ama, y eso te da una gran paz.

        Hay tres cosas que dan la madurez al espíritu: la certeza sobre la fe, que no es una emoción; la paz en cuanto al trato con Dios; y la esperanza.


     Vivir en calma es muy importante, pero la paz es distinta a la calma. La calma reside en la periferia de la persona, fuera. La paz, sin embargo, reside en el alma.

    La calma es fruto de un relajamiento muscular y nervioso de saber enfrentarse con serenidad a los problemas, sin embargo la paz es fruto directo de Dios.

    Puede no haber calma y sí paz, y también lo contrario. Con frecuencia descubrimos a personas calmosas, pero que sin embargo no son capaces de vivir en paz con los demás. Tú mismo puedes percibirlo en tu propia vida. En el fragor de la vida, a veces estás tenso, agitado, no tienes calma... sin embargo, en el fondo de ti mismo, sientes una paz inalterable. Puedes estar en la aridez más enervante, pero si tienes paz, ten la seguridad de que Dios está contigo.

    

      

     Con frecuencia, acuden a mi personas que están llenas de temores. El temor es una manera de no vivir.

    El temor muchas veces crea enemigos, pues engendra fantasmas inexistentes. El mal de la muerte no es la muerte en sí, sino el miedo a la muerte.

    El mal del fracaso no es el fracaso, es el miedo a fracasar.

    El mal de no ser amado, no es no ser amado en sí, sino el miedo que se tiene a no ser amado. Al final el único enemigo del corazón del hombre es el temor, que se encuentra en nuestro interior y que engendramos en la medida en que nos resistimos mentalmente a vivir.

    Entiendo por soledad, la situación de aquellos que están privados de ayuda, la compañía que, de algún modo, necesitan y, que debido a ello se encuentran en un estado de postración, de sufrimiento, algunos de desesperación.

    Está la soledad de los ancianos, que están solos en sus casas. ¿Cuántos hay en nuestras ciudades? O muchos que están solos dentro de su familia; aun teniendo personas para hablar, están solos uno al lado del otro.


    Es peor aquellos que están enfermos o tienen achaques y no tienen ni siquiera a quien quejarse. Está la soledad de los que no han tenido la posibilidad de encontrar a otras personas para desenvolver su vida. También nosotros, los que estamos muy acompañados, podemos sentirnos solos o incomprendidos. Finalmente están las soledades que se crean en el seno mismo de las familias y de las comunidades debido a la falta de diálogo. ¡Hay tantas lágrimas amargas que nadie conoce!

    Se puede hacer una cadena anti-soledad; es fácil observar a nuestro alrededor y detectar quiénes están solos. No ir inmediatamente a importunarlos y a tratar de deshacer sus soledades de forma violenta, sino con mucho cuidado, amorosamente, ponerse al lado y esperar a que él solo se comunique.

    No podemos aprender a amar sin aprender a servir. Nuestro amor se marchita cuando está hecho solo de palabras, de buenos propósitos, de impulsos mentales; tienen que entrar en acción también las manos, tenemos que hacernos cargo de las necesidades concretas de quienes están a nuestro alrededor.

    No hay que ir tan lejos para realizar gestos extraordinarios de solidaridad. Lo que tenemos que hacer es aprender a tejer, a remendar, a reparar continuamente y con amor todo lo que está roto, deshilachado, todas las necesidades que hay a nuestro alrededor, empezando, por supuesto, por los que están más cerca.

    Este es para nosotros el primer sentido de la palabra ‘caridad’.

    Actualmente, esta casa no es una Iglesia en ruinas, como en tiempos de san Francisco, sino la sociedad que se tiene que reparar empezando por sus realizaciones más sencillas como son ante todo la familia, los amigos, la escuela, el lugar de trabajo o de ocio de cada uno, la ciudad o el pueblo.


    Hay unos bonitos versos de Epicteto, que son muy útiles para recuperar la calma en los momentos de dificultad:

No hay otro camino

para seguridad de los

humanos

sino dejar en las divinas

manos

lo que no está en las

nuestras;

el bien y el mal de cosas

aparentes,

por no incurrir en ciego

desvarío

ponerlo en nuestro juicio y

albedrío”.

    Muchas veces el mal está fuera de nosotros. No nos hace sufrir lo que nos sucede, sino lo que nos imaginamos que sucede: un fracaso, un desastre, una desilusión... Llegó el final del mundo, eso nos parece.

     Pesa mucho la experiencia de sentirnos extranjeros en un reino distante y nuestra cobarde naturaleza rehuye la tarea de enfrentarse. Pero no es el aparente infortunio sino la suprema razón de la existencia.

    La máxima tentación es ver en los males el sinsentido de esta pesarosa vida, cuando, realmente, los problemas son la sal de la vida y en ellos tenemos que encontrar la fuente para beber y seguir caminando.


 Uno de nuestros enemigos es la dispersión, que será cuando las emociones te dominan, la ansiedad te oprime, la frustración te amarga, cuando los proyectos te inquietan.

    Sentimientos, resentimientos, dudas están vivamente fijados y desintegran tu unidad interior.

    Te sientes como un amasijo incoherente de pedazos de ti mismo que tiran en diferentes direcciones.

    Tú, por dividido te sientes vencido y por desintegrado, derrotado; incapaz de ser señor de ti mismo, dueño de tu vida, desasosegado e infeliz.

    En este estado de cosas acude a la oración. Entre los miedos, los recuerdos, los anhelos y los proyectos brotará Dios. En mitad de los ruidos, Él controlará la dispersión y tú serás señor de ti mismo.


  Cuando intentes celebrar un encuentro con el Señor, después de construir el templo del silencio en fe y en paz, comienza diciéndole:

Estás conmigo.

Tú me sondeas y me

conoces.

Tú me penetras, me envuelves

y me amas.

Estás conmigo, estoy

contigo.

Estás en mi ser entero.

Tú me comunicas la existencia

y la consistencia.

Eres la esencia de mi

existencia.

En Ti existo, me muevo y

soy.

Estás conmigo.

Las tinieblas no te ocultan.

La distancia no te separa.

Salgo a la calle y caminas

conmigo.

Me enfrasco en los trabajos

y a mi lado te quedas.

Mientras duermo, quedas

velando mis sueños.

Estás conmigo.


    Dios es un misterio infinito. Su modo de actuar y de amar está también lleno de misterio. Los misterios para nuestra mente y para nuestra lógica humana resultan ininteligibles, solo el corazón puede entreabrir la puerta del misterio y vislumbrar una mínima parte de su sobrecogedora grandeza.

    Así como los apóstoles vieron la gloria de Jesús resucitado, también nosotros podemos verla en cada vida humana, por frágil que sea. En ella está presente anticipado el reflejo de la gloria de Dios. Eso nos enseña a seguir adelante aquí en la Tierra, aunque tengamos que sufrir, con la esperanza de que Él nos espera con su gloria en el Cielo y que vale la pena cualquier sufrimiento para alcanzarlo.


    Nos ayuda también a entender que el sufrimiento ofrecido a Dios se convierte en sacrificio y, así, este tiene el poder de salvar a las almas. Jesús sufrió y así se desprendió de su vida para salvarnos a todos los hombres y entender que el Cielo es algo que hay que ganar con los detalles de la vida de todos los días, viviendo aquel mandamiento que Él nos dejó: “Amaos los unos a los otros”.

    Por eso te bendecimos, Dios, porque Cristo después de haber anunciado a sus discípulos su Pasión y su muerte y de haberla sufrido, resucitó.

 

        Debemos hallar la calma necesaria para afrontar la realidad de vivir. Hemos de encontrar la paz, detenernos un momento y comprender que la luz llenará de nuevo la grandeza del mundo. Dios será fiel a su cita.

        ¡Qué orden! El mundo funcionará, nosotros también. Estamos insertos en la creación de Dios, que camino hacia la Anakefalaiosis, como decía san Pablo: la recapitulación de todas las cosas en Cristo, cuando seamos todos en Él, en la Pascua definitiva, y veamos a Dios tal cual es. Entonces seremos como Él.

 

 De día y de noche, en la luz y en la oscuridad, en este tiempo de la Pascua hay que sentir a Dios cerca. Es como si Él dijera: “no temas, te comprendo, sé de tus miedos, de tus dudas, de esa honda preocupación que anida en lo más profundo de tu espíritu”.

    Ciertamente, este mundo no parece ser un sitio seguro ni para el alma ni para el espíritu. Es muy comprensible el temor: el futuro es incierto.

    Pero, hoy mismo hay que sentir la presencia tranquilizadora de Dios en la vida. Toda nuestra vida está bajo Su protección. Acordémonos de ello en cada hora, en cada minuto, según vivimos en la plenitud de la actividad, en el constante sobresalto de la existencia es como si Dios dijera: “yo cuidaré de ti”.

 

     El tiempo de Pascua es el tiempo de la confianza, como una mediación a través de la cual damos pruebas de un amor que se dirige a lo abierto y que pertenece a los momentos vitales y básicos de toda la vida humana y confiarse, de alguna manera, significa abandonarse a la persona en quien se cree.

    Para el cristiano, la historia y los acontecimientos son invitaciones a salir de sí y a vivir para los demás.


    El triunfo de la confianza es la Pascua. Desde el interior de ese misterio seguimos a Jesús en su paso pascual porque Él nos lleva a la fuente que buscamos. Así es como la confianza del corazón se convierte en una clave a través de la cual el peregrino puede poner audacia a su existencia, confía incluso cuando no se dan las evidencias porque sabe que encontrará lo que está buscando.

    Si todo comenzara con la confianza en el corazón, ¿quién se preguntaría: qué hago yo en la Tierra?

    Dichoso el que avanza, no por lo que ve, sino por la confianza en la fe.

¡Cristo ha resucitado!

 
 Camino

    A veces caminamos sin ver todo con claridad, pero poniendo la confianza en la Palabra, como peregrinos nos unimos a la multitud de mujeres, hombres, jóvenes y niños que a través de la Tierra tratan de ser portadores de Cristo, sus testigos. Si pudieras rezar con muchos de ellos…

    ¡Oh, Dios!, que día tras día, siguiendo a los testigos de Cristo de todos los tiempos, desde los apóstoles y María, me preparo interiormente a poner mi confianza en el misterio de la fe.


    Este atrevernos a rezar constantemente cada día sostiene nuestra marcha.

    Pese a la confianza caminamos a veces como seres frágiles, que han sido heridos, pero también con Cristo debemos sentirnos resucitados estos días. Llevamos la marca de nuestras heridas, pero seguimos adelante.

    Elegir a Cristo supone avanzar sobre un solo camino, no sobre los dos a la vez y el camino de Cristo es la seguridad de que Dios nos aguarda.

 

    El rasgo más humano de las personas son sus sentimientos, que nos definen, nos moldean y nos dan vida. Las ideas, mientras sean abstractas son del dominio general, no adquieren energía hasta que se convierten en sentimiento.

    Jesús sentía profundamente porque era realmente hombre y nosotros reconocemos esos sentimientos suyos con gratitud y alegría porque también son sentimientos nuestros, nos podemos reconocer en Él.

    Tanto en la limitación de nuestra pobreza como en la realidad de nuestra condición humana, Jesús pasó por toda la gama de los sentimientos humanos con intensidad, sinceridad, una personalidad única y entregada.

    En estos días previos a la Semana Santa podemos buscar ese lado de Jesús tan lleno de sentimientos: arrebatadores, dolorosos, expansivos, felices, con la gran carga de la humanidad pero con ese telón tan especial de la divinidad.

 
 

    En la cruz Jesús es el hombre justo. Él muestra cómo se comporta un hombre justo y cómo el alma está en su mejor disposición. Jesús es quien cuida de nuestra alma para que tengamos el ánimo suficiente para vivir correctamente.

    Platón, en el Diálogo de Gorgias, coloca a su maestro Sócrates como ejemplo de la justicia.

    Al justo no se le reconoce por el mero hecho de ser asesinado. Sócrates se compara a sí mismo con un médico que es interpelado por un cocinero, pues da bebidas amargas a los niños para cuidar sus heridas.

    Del mismo modo que Sócrates, Jesús no sólo ha redimido a los hombres con palabras bonitas: Él es el médico que nos explica las medicinas que curan nuestras enfermedades.

    En efecto, Él es interpelado por el cocinero o por los hombres que actuaron para sí mismos y para su propio provecho. Con el anuncio que hace el centurión de Jesús como “el hombre justo”, el Evangelio quiere decir a todos los hombres: Este es el verdadero justo, que era esperado desde los tiempos de Platón; es el médico de vuestras almas; si le miráis os haréis justos, justificados ante Dios; la imagen de Jesús en la cruz os hace verdaderamente hombres justos.

    Estamos en Cuaresma y se aproxima la Semana Santa. Este es un tiempo especial para los cristianos, es un tiempo para orar.

    La oración de Jesús en el monte de los Olivos es la preparación y la fuerza para recorrer el camino de la Pasión. El evangelio narra la escena de la oración con el trasfondo de la necesidad que, tanto antiguamente como hoy, tiene mucho que ver con la oración.

    Cuando oramos, a veces, experimentamos oscuridad; tenemos la sensación de que nuestra oración está vacía, de que no es provechosa, de que no ocurre nada en ella; parece que Dios se esconde tras un grueso muro, se muestra silencioso; y, como no avanzamos hacia Dios, nos ocurre, a menudo, como a los discípulos que nos adormecemos; nuestra oración se adormece y Jesús tiene que despertarnos diciéndonos: orad para que podáis hacer frente a la prueba.

    Nosotros tenemos que pasar por las mismas tribulaciones que Jesús: soledad, miedo, abandono, necesidad y sufrimiento.

    La oración es para nosotros, igual que para Jesús, el camino para superar las tentaciones que nos permite permanecer ante Dios en las más extremas dificultades.


    Que Dios nos bendiga, que le teman hasta los confines del orbe”. Esa es nuestra plegaria, Señor, sencilla y directa en tu presencia en este tiempo de Cuaresma, en medio de la gente con quien vivimos. Bendícenos para que los que nos ven vean tu mano en nosotros. Haznos felices para que al vernos felices se acerquen a nosotros todos los que buscan la felicidad y, al mismo tiempo, te encuentren a Ti, que eres la causa de nuestra felicidad.

        Muestra tu poder, Señor, en este tiempo especial de penitencia y de oración. Muéstranos tu amor en nuestra vida para que los que lo veamos podamos erte a Ti y alabarte a Ti.

    Mira, Señor, que estos seres que viven con nosotros adoran cada uno a un dios y algunos, a ninguno.

    Cada cual espera de sus creencias o de sus increencias las bendiciones de la felicidad. Con ese criterio viven o mal viven.

    Señor, no te conocen. Eso mismo ocurría en tiempos de Israel y por eso mismo lo único que te pido es que nos bendigas para que la gente de nuestro alrededor piensen bien de Ti.

    El ayuno tiene su sentido, aparece en todas las religiones de la Tierra. Ayunar, en cierto modo, es desprenderse de las necesidades de este mundo para volver a mirar a Dios.

    En el pueblo de Israel tenía su sentido, porque cuando el pueblo se hace sedentario, después de haber andado por el desierto, se deja arrastrar al sincretismo religioso. En nuestro mundo que tiene de todo, abundamos en tantas cosas, tenemos el corazón embotado y nos cuesta mucho trabajo mirar hacia Dios.

    Cuando el hombre no tiene ya la energía espiritual necesaria para convertirse necesita una juventud nueva, una capacidad para volver a comenzarlo todo. Por eso, el ayuno.

    Hay unas palabras muy bonitas en el libro del profeta Oseas: “le atraeré y le guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón, allí me responderá de nuevo, me comprenderá, como en los días de su juventud, como en el día que salió de Egipto”.

    Es verdad: al pasar esa necesidad el hombre mira hacia otro sitio. Uno de los efectos que produce el ayuno es la desposesión, la de colocar al hombre frente a sus propios deseos, entonces se da cuenta de qué naturaleza son las nostalgias que surgen en su corazón.


    En el evangelio aparece Jesús como el hombre de oración. Jesús es el gran orante. En los acontecimientos más importantes de su vida él ora, ora antes de las decisiones. A menudo Jesús se retira a lugares solitarios para orar con su Padre.

    Lucas, al describir a Jesús como el orante, tiene siempre presente a los creyentes cristianos. Para él la oración es, ante todo, un camino para superar los apuros de la vida.

    Del mismo modo como Jesús soporta su pasión orando, así debe el cristiano permanecer en la oración ante Dios para alcanzar la gloria después de atravesar todas las dificultades.

    Jesús también nos muestra lo que nos puede suceder a nosotros en la oración: en el Bautismo, Jesús ora y el Cielo se abre sobre él; cada vez que rezamos se abre para nosotros el Cielo.

    ¿Sabéis que en el oráculo de Delfos, en la antigua Grecia, había un frontispicio que abría la entrada al templo en el cual se decía aquella famosa frase: “Conócete a ti mismo”?

    Ese es uno de los puntos fundamentales del conocimiento en la antigua Grecia. El cristianismo, desde el mundo judaico, dio un paso más: ese cristiano no se conoce sin Dios.

    Hay un hermoso salmo, el 138, que serena mucho el alma y da tranquilidad, pues nos habla de cómo Dios nos conoce íntimamente y desde ahí puede ayudarnos a conocernos: “Tú me sondeas, Señor, y me conoces”.

    Señor, has puesto sobre mí tu mano; Tú formaste mis entrañas, Tú me tejiste en el vientre de mi madre; Tú conoces mi corazón y cada mañana Tú me llamas por mi nombre.

    Te doy gracias por tantos prodigios, soy una sombra prodigiosa, todas tus obras son maravillosas; Tú sabes bien que no soy más que oración delante de tu faz.

    Padre, heme aquí para hacer tu voluntad, que todas las acciones de este día pasan sean contadas como oración, que tu espíritu, Señor, me conceda el don de la oración.

    Sondéame, ¡oh, Dios!, conoce el fondo de mi corazón.

 
 

    Piensa en algunos acontecimientos dolorosos de tu vida, quizá puede servirte para mirar al pasado.

    A veces, tendemos a no recordar los momentos malos: “eso ya está olvidado”, decimos. Sin embargo, cuántos de esos acontecimientos dolorosos son hoy motivo de agradecimiento porque te han servido para cambiar y crecer.

    Hay aquí implícita una verdad elemental de la vida que la mayoría de las personas no llegan jamás a descubrir: los acontecimientos afortunados hacen la vida más placentera, pero no son causa de autoconocimiento, de crecimiento y de libertad. Este es solo un privilegio reservado a aquellas cosas, personas y situaciones que nos han ocasionado algún dolor.

    Todo acontecimiento doloroso encierra una semilla de crecimiento y de liberación.

    A la luz de esta verdad, vuelve ahora a mirar sobre tu vida, fíjate en tal o cual acontecimiento por el que no te sientas especialmente agradecido, trata de descubrir todo lo que te hizo crecer. A lo mejor no has tomado conciencia de ello hasta ahora: empieza a beneficiarte de ello.

 

    ¿Por qué nos cansamos de todo lo que nos rodea? ¿Por qué no somos capaces de ver que el mundo es nuevo cada día y cada hora?

    La luz se renueva constantemente, cambia de matices, varía su posición...

    Piensa ahora en algunas personas a las que aprecias y que te atraen.

    Intenta ver a cada una de ellas como si fuera la primera vez, sin dejarte influir por el conocimiento o por la experiencia que tienes junto a ellas (sea buena o mala), intenta descubrir en ellas algo que,debido a la familiaridad, se te ha pasado por alto, porque la vida común produce rutina, ceguera y aburrimiento.

    No puedes amar lo que no eres capaz de ver de un modo nuevo, no puedes amar lo que no eres capaz de estar constantemente descubriendo.

    Debes mirar a las personas en su novedad, recuerda el momento primero y la impresión que te causaron en su conocimiento. Nada ha variado.

    ¿Tiene tanta fuerza la rutina para deshacer lo bueno que hay en el mundo? Creo que no.

    Después de estudiar los defectos, verás que son muchas más las virtudes.

 
 

        En todas las partes del mundo la gente anda buscando el amor, porque todos están convencidos de que solo el amor puede salvar el mundo, pero muy pocos comprenden en qué consiste realmente el amor y cómo brota del corazón humano.

        Con demasiada frecuencia se equipara el amor a los buenos sentimientos para con los demás, a la benevolencia, a la no violencia, al servicio... Pero todas estas cosas en sí mismas no son el amor: el amor brota de un conocimiento consciente.

        Solo en la medida en que seas capaz de ver a alguien tal como realmente es aquí y ahora, no tal como es en tu memoria o en tu deseo o en tu imaginación, podrás verdaderamente amarla. De lo contrario no será la persona a la que ames sino la idea que te has formado de ella, por eso fracasas; o bien, será la persona como objeto de tu deseo, pero no tal y como es ella misma.

        Por eso, el primer acto de amor consiste en ver a esa persona, a esa realidad, tal y como verdaderamente es. Así la podrás perdonar, la podrás comprender y la podrás amar.

 

      Es un año nuevo y todo puede comenzar en tus profundidades, en las profundidades del ser

    .Piensa que necesitas un corazón reconciliado. Debes crear ese espacio, ese tiempo, fuera de ti, en el cual sea posible la reconciliación verdadera. También las debilidades, las penas, los fracasos, los más hondos y delicados sentimientos se pueden ir quedando atrás, pero tú no, tú vas hacia delante, así eres tú y así, solo así, Dios te ama. Porque, sencillamente, siempre te amó, aunque a través del tiempo de los años pasados, de la vida azarosa y difícil, tú y esa propia vida tuya creasen una barrera entre Él y tú. Mas Él estaba cerca, seguía cerca, hablándote en susurros, con su voz tan especial, tan silenciosa, con su voz de amor y de vida.

    La fe no puede arrancarte el corazón, ni rasgar tu ser: eso no sería fe. La fe eres tú mismo intentando, a través del tiempo, hallar el camino que te conduce a Él.

    Jesús ha venido para ayudarnos a vivir, para que en medio de esta azarosa existencia, de este miedo, de estas dudas, de esta zozobra encontremos la paz.

    Él, tan amplio, con el corazón tan ancho, puede reconciliarte porque te comprende, porque precisamente quiere echar a un lado ese desasosiego que no viene de Dios y que te repliega y te arruga y te hace temeroso. Volverás con la confianza del corazón.

 

        Aunque es invierno, veo la inmensidad de la tarde y me parece que el mundo es magnífico en sí mismo, es una gran obra. Enseguida pienso en tanta gente que no es feliz o, al menos, no se siente tan feliz como yo. ¿Qué puede hacerse para alcanzar la felicidad?

        No hay nada que tú, ni yo, ni cualquier otro podamos hacer. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que ahora mismo ya eres feliz y ¿cómo vas a adquirir lo ue ya tienes?

        Si es así, ¿por qué no experimentas la felicidad que ya posees? Pues simplemente porque tu mente no deja de producir infelicidad. Arroja esa infelicidad de tu mente y, al instante, aflorarán al exterior la felicidad que siempre te ha pertenecido; es como un tesoro oculto en el más íntimo santuario de tu alma.

        Ahora me dirás, ¿cómo se arroja fuera la infelicidad? Pues descubre qué es lo que la origina y examina la causa abiertamente y sin temor: la infelicidad desaparecerá automáticamente.

        Pero piensa que, sobre todo, la causa de tu infelicidad es el apego, ese estado emocional que te vincula a las personas y a las cosas, originado por la creencia de que sin ellas no podrás ser feliz.

 
 


 

     El Adviento nos habla del misterio profundo y oculto del que brota la esperanza.

    Ha sucedido siempre, Señor, que Tú nos has mirado con amor complacido y quieres recuperarnos, devolvernos a tu presencia y compañía.

    Aún no sabemos por qué nos apartamos de Ti, nos alejamos por caminos perdidos, aunque sabemos bien lo que quieres, Señor, porque está inscrito en nuestro corazón. Sabemos lo que quieres para nosotros; yo sé lo que quieres para mí, mas como a niños se nos olvida.


    Oh Dios, Dios de la fe, nuestra fuente refrescante, nuestro alimento regenerador, el consuelo del alma vacía y triste, cuando brota esa esperanza en este tiempo podemos volvera mirarte ilusionados y perplejos sabiendo que nos has hecho libres. Nos agarras, nos arrastras, nos arrebatas de este mundo y nos llevas a la luz de la esperanza.

    Compréndeme Señor, soy oscilante, solo eso, un ser que se empeña como un loco en buscar la felicidad, mas un ser débil que se pierde y no sabe regresar a Ti.

    En este tiempo, Señor, en que te llamamos: ven, Padre; ven, Señor; sal a por nosotros; ven a buscarnos y encuéntranos entre las sombras, en lo más lejano, en los confines de todo, hállanos, pues no somos capaces de volver; atráenos de nuevo hacia Ti, llévanos a nuestra casa, solo allí seremos felices, y en lo profundo de nuestro espíritu, recuérdanos nuestra historia de amor: lo que hiciste por los hombres en todos los tiempos, lo bueno que eres y lo que nosotros hacemos cuando te desobedecemos, para amarte más, para sentirnos más amados, para habitar contigo en la casa del amor.

    Permítenos, Señor, que en este tiempo del Adviento volvamos a estar esperanzados.

 

    En el Adviento miramos hacia el amanecer, hacia oriente, de donde viene la luz verdadera. El símbolo de la luz que nace en el tiempo del invierno representa la luz de Cristo que viene a disipar las sombras del mundo.

    Te propongo que mañana, antes de comenzar el nuevo día, hagas un pequeño esfuerzo para serenarte. Es bueno detenerse durante unos momentos, respirar hondamente y mirar en tu interior. Mira hacia el lugar de donde viene la luz, lo puedes hacer desde tu ventana o en la terraza. Necesitas encontrar la calma para afrontar de nuevo la realidad de vivir, necesitas hallar paz.

    Inspira un momento el aire de la madrugada, va a amanecer, la luz envolverá de nuevo la grandeza del mundo, siempre fiel a su cita. ¡Qué orden! ¡Qué maravilla! Todo funciona, tu cuerpo también. Perteneces al mundo, estás inserto en la creación, pero no eres totalmente del mundo.

    Si inspiras de nuevo y te haces consciente del gran misterio de la vida, sentirás paz. A pesar del barullo de tus pensamientos, el orden de la creación aporta paz.

    Entra en el santuario de tu interior de tu espíritu, de puntillas, sin forzar nada: ¿Quién eres? ¿Por qué vives? ¿Cuánto vivirás?

    Ante el espectáculo eterno de la existencia siente un temor reverente; ante el tiempo que fluye, déjate llevar: ¿Quién te lleva? ¿A dónde vas?

    Inspira una vez más y siente que Dios está ahí, percibe su misteriosa presencia. De Él procede el todo y la nada; lo lejano y lo próximo; el tiempo y la eternidad; los otros y tú mismo.

    Llámale: “Ven, Señor”.

    Llámale otra vez: “Ven, Señor, a mí”.

    Este es el tiempo de la llamada, el tiempo de la esperanza.

 
 
 

    Dios nuestro, llena mi mente y mi corazón de paz.

    Míranos y compadécete de nosotros pues estamos apenados.

    El mal nos atenaza y apenas nos deja fuerzas.

    Con tu mano que cura cualquier enfermedad, suaviza el dolor y el sufrimiento.

    Te lo pedimos por medio de Jesús, el Cristo, que sufrió y murió por nosotros.

    Dios Todopoderoso, Tú que nos ofreces tu amor como un regalo, Tú, que nos conoces y nos llamas por nuestro nombre, ten compasión de las personas que tanto amamos mientras les llega el momento de viajar de la Tierra a los Cielos, disipa nuestros temores, haz que se esfumen, para reconocer con toda esperanza el misterio de la vida, el misterio de tu amor y de tu trato divino hacia nosotros.

 

    Termina el mes de noviembre y, como siempre, mucha de nuestra gente piensa en los seres queridos que nos han dejado. Porque la muerte es la más seria amenaza del deseo humano de vivir, el último enemigo, el máximo enigma de la vida humana. Porque la muerte desconcierta, atemoriza, escandaliza, pone en cuestión el sentido de la vida y también pone en cuestión a Dios.

    De uno u otro modo brotan las preguntas: ¿habrá algo después? ¿Estamos condenados a morir para siempre, irremediablemente? ¿Hay una esperanza? ¿Qué anuncia el Evangelio? ¿Cómo afronta Jesús su propia muerte? ¿Se resucita en el momento de la muerte o al final de la Historia? ¿Será cierto, como suele decirse, que no vuelve nadie para contarlo?

    Marta, la hermana de Lázaro, cuando ha sufrido la muerte de su ser querido, dice lo que le han enseñado y lo dice con mucho entusiasmo: “Yo sé que resucitará en la resurrección del último día”. Y Jesús le pone en la novedad del Evangelio: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?”.

    Jesús habla de su propia muerte como de un paso de este mundo al Padre, un paso de este mundo sometido a la muerte, un paso al mundo nuevo, resucitado a la vida, se va pero se vuelve, le verán los creyentes: “Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis”.

    Las parábolas del grano de trigo que cae en tierra y de la mujer que da a luz manifiestan cómo Jesús ve la muerte: la muerte produce fruto, es como un parto.

    Estando en la situación límite de la cruz, Jesús le dice al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

    Dios salva la vida a cuantos creen en Jesús, a cuantos la pierden por Él. Más aún, la vida eterna a la que resucitan los muertos es ya la posesión de los vivos que creen en Él, porque el que cree tiene vida eterna.

 

    Qué penoso es ver y escuchar a tanta gente entristecida, abrumada por el peso de los problemas económicos. Antes, los ojos sabían mirar a los cielos y esperar con sabiduría sus gracias, ahora los ojos están como velados y miran en torno sin ver, porque encima falta la fe, y si no hay fe las esperanzas están muertas y no se es capaz de atisbar la luz que hay más allá de lo presente.

    Aquella queja misteriosa del Hijo de Dios parece resonar en las ciudades y en los campos: “Qué lástima ver a tanta gente perdida, desorientada, como oveja sin pastor”.

    Con todo, pueden hallarse en todas partes muchos hombres y mujeres anónimos que trabajan, que luchan por los demás y que mantienen encendida, aunque pequeña y poco visible, la llama de la esperanza.

    No sabemos lo que hay por delante de este tiempo tan difícil. Solo Dios lo sabe. Pero, como tantas veces a lo largo de la historia, prever y construir el mañana únicamente será posible desde la fraternidad, desde el amor.

    En cambio, la espiritualidad parece estar adormilada y los corazones perezosos. Deberíamos ser profetas de esperanza y no voceros de calamidades. La gente necesita que les abran los ojos, aprender de nuevo a orar con sencillez y confianza, porque en el fondo todos queremos ver, ver más y mejor.

    No obstante, ante esta desgana espiritual y el desinterés por lo sagrado, la verdadera religión es aliento divino y confianza en el que todo lo puede.

 

    Con demasiada frecuencia nos inquietamos y nos alteramos pretendiendo resolver todas las cosas de golpe y por nosotros mismos, mientras que sería mucho más eficaz permanecer tranquilos bajo la mirada de Dios y dejar que Él actúe en nosotros con su sabiduría, su poder, que son infinitamente superiores a los nuestros.

    Porque Dios es el Dios de la paz. No habla ni opera más que en medio de la paz, no en la confusión ni en la agitación.


    Recordemos la experiencia del profeta Elías en el Horeb: Dios no estaba ni en el huracán ni en el temblor de la Tierra ni en el fuego, estaba en el ligero y blando susurro.

    Dejemos que Dios actúe en nosotros con su sabiduría, con su poder.

    Bien entendido nuestro discurso no es una invitación a la pereza o a la inactividad, es la invitación a actuar, y a actuar mucho en ciertas ocasiones, pero bajo el impulso del Espíritu de Dios, que es un Espíritu afable, sereno, amoroso; no en medio del Espíritu de la inquietud y de la agitación, de la excesiva precipitación que con demasiada frecuencia nos mueve.

    Dios nos hace bien y nos lo hace por sí mismo, casi sin que nos demos cuenta, hemos de ser más pasivos y activos esperando esta ayuda.

 
     Dios nuestro de la vida y del amor, Tú que estás siempre cerca de nosotros y a la vez eres todo un misterio, Dios de la Creación, quédate con nosotros hoy y hasta la hora de la muerte, protégenos de los peligros y guíanos hasta el camino de la vida eterna, recibe como ofrenda nuestra vida, todo lo que somos y todo lo que hacemos, permite que el Ángel de la Guarda se quede con nosotros durante todo este día y para siempre.  

    Dios todopoderoso, Tú que me has otorgado la vida y me has rodeado de amor, pon tu mano curandera sobre mí. Tú has sido bondadoso con nosotros, dame esperanza en este momento y manda tu espíritu de aceptación. Bendíceme mientras sufro con Jesús ahora y por siempre.

    Jesús, nuestro Redentor, Tú que viniste a vivir entre nosotros, Tú que sufriste y moriste por nuestros pecados en la cruz, acepta el sufrimiento y el trabajo de hoy, otórgame paciencia y valor para sufrir contigo, ayúdame a reconocer tu amor.

    Bondadoso Señor de todos los tiempos, Tú que estás cerca de nosotros aun cuando no lo sentimos, ayúdame a vivir.

    Jesús, nuestro Salvador, mantenme firme en el sufrimiento.

    Tú que permites que otros nos decepcionen, Tú que has dejado que te humillen para que otros puedan vivir una vida eterna, danos esperanza durante este misterio del sufrimiento.

 
 

    Esta vida no está exenta de pruebas y dificultades, eso lo sabemos bien. A veces, la tentación del desaliento, del abandono y del cansancio se alzan contra nosotros. Lo que ayer nos entusiasmaba con ardor indescriptible, hoy puede no ser más que una rutina insípida y apática.

    En esos momentos de oscuridad en que no vemos muy bien el horizonte, es cuando la luz del sol aparece opacada por las nubes de la duda y la incertidumbre. Es en esos momentos en los que más debemos aferrarnos a la esperanza.


    La esperanza nos hace ser capaces de resistir y sobrellevar los obstáculos en nuestro peregrinar. Así nos lo recuerda san Pablo: los padecimientos del tiempo presente no son nada con la gloria que ha de manifestarse en nosotros.

    A pesar de nuestras debilidades e incosistencias sabemos que la esperanza no falta porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

 
 
 

    Estrenamos el otoño y aun persisten en el aire los recuerdos del estío. La creación entera en este tiempo aguarda el milagro de la regeneración.

    Todo está en tu mano Dios nuestro y sentimos que estos cuerpos nuestros hechos para la vida también esperan la consumación de todas las cosas.


   En el otoño de la vida confiamos en que Tú eres capaz de hacerlo todo de nuevo, de hacer resurgir el color verde de la esperanza, del mismo modo que en los campos, en nuestra alma siempre joven.

    Por eso tenemos confianza, porque esperamos en Ti que eres Salvador, que eres Redentor. Aunque a veces las brumas de las dudas vienen para acosar nuestra mente débil, humana, que se atemoriza por el paso inexorable del tiempo, por la vejez que todo lo marchita. Mas nuestro amado Dios siempre es joven, por eso no temo. Aunque algunos signos me afectan, en el fondo mi corazón está confiado en medio del dolor o de la pena.

    Este otoño me regala una paz para el alma, la paz que solo puede venir de Ti, Dios mío, mi Señor generoso y providente.

    Alzo mis ojos al cielo y contemplo la inmensidad del firmamento.

    El sol luce detrás de las nubes, así también los ojos de mi alma son capaces de atisbar la luz espiritual y eterna que brota de Ti, mi Dios.

    Cada día amanece puntualmente, pero no como obediencia de los elementos a una rutina ciega, quizá un aburrimiento cósmico de días idénticos los unos a los otros. Cada día amanece pero es diferente, la luz toma formas diversas a lo largo del día y los colores se mueven con libertad en el gran espacio del mundo.

    Tampoco son idénticos los aromas, aunque se asemejan a otros del pasado y avivan nuestros recuerdos. No se trata de una nostalgia absurda y paralizante, sino del maravilloso milagro de existir en el tiempo, de navegar en el paso de las horas, de las semanas, de las estaciones, de los años.

    Ahora puedes serenarte, a esta hora del día, y disfrutar de tan encantador misterio. Dios cuida del mundo, en su providencia están todas las cosas, nada se pierde, nada desaparece totalmente, excepto el mal que nos impide ser felices.

    Dios disipará las sombras y hará crecer la luz con su mano prodigiosa, porque Él todo lo puede.

    Como la naturaleza, como el todo en el que vivimos y nos movemos y existimos, tú estás en su mano. Más a ti te ama con un amor infinito, eterno, que no se acaba.

    Ahora puedes serenarte y percibir el gozo de esa seguridad, en una confianza espiritual tan grande

 
 

    Porque te vi ayer en la calle, en los campos, en el pueblo, acompañando a los niños y niñas que iban al colegio por primera vez, a hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, entre ruidos, cruzándose entre los vehículos y los semáforos, al hacer su trabajo limpiando vidrios, extendiendo su mano agotados, tristes, en la ciudad, en las calles, como en tantos lugares del mundo. En pleno verano en la ciudad, en las playas, junto al inmenso mar, en la presencia impresionante de las montañas y de los bosques.

    Te bendecimos y te alabamos Señor, y te pedimos que estés con nosotros ahora. Porque te vimos peregrino con aquellos que buscan un pedazo de tierra para vivir, un techo para cobijarse, un trabajo para sentirse dignos.

    Te bendecimos y te alabamos, y te pedimos que no dejes de estar con nosotros. Gracias por haberte hecho presente, una vez más, y por decir aquello de “Venid a mi todos los que estáis cansados y agotados, que yo os aliviaré”. Porque te vimos en medio del odio y la violencia, en medio de la opresión y la destrucción sin sentido diciendo: “¡No. Parad, nos os matéis, no me matéis una vez más!”

    Te bendecimos y te alabamos y te pedimos que estés siempre con nosotros.

    Gracias porque nuevamente podemos escuchar tus palabras: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, aunque yo no la doy como la da el mundo”. No dejes de estar hoy con nosotros.

 

    Ahora, a esta hora del día, cuando reina el sol ahí fuera, tú puedes pensar en Él, en Aquél de quién proviene toda claridad y toda luz.

    Tal vez estés algo abrumado por la vida. Es posible que esa preocupación, ese temor, oscurezca tu conciencia, tu interior. Pero tú, ahora, puedes detenerte un momento y hablar con Él.

    Si no tienes cerca un santuario, un templo, puedes hablar ahí mismo, en el santuario de tu corazón. Puedes hablar con Aquél de quién viene toda claridad, toda luz. Si hay algo de oscuridad, algún resquicio de sombra en tu alma, entra en tu santuario interior y haz allí el silencio. Tu corazón guarda su secreto, tu alma tiene su misterio; ahora tú puedes hablar con Él, con Aquél de quién viene toda luz, el único que sabe hacer amanecer.

    Haz que, por un momento, se disipe tu sufrimiento y clama, aun en tu oscuridad, sencillamente, y con toda confianza.

    Hoy es tiempo para caminar, para avanzar hacia donde Él te aguarda, piensa que es amor, solo amor, puro y verdadero, lo que está ahí delante de tí, dentro de ti.

 

    Es verdad que el dolor produce e inquiere en nosotros muchas preguntas, angustias, oscuridades... Esa pregunta, sobre todo, de quién soy yo y, en definitiva, a quién pertenezco, a qué conduce esto.

    El sufrimiento parece inútil y odioso en sí mismo. Sin la fe resulta una maldición. Pero nosotros podemos clamar a Dios: ¡Ayúdame, amado Dios!, ¡ayúdanos Dios nuestro a comprender y a aceptar los momentos penosos, duros y difíciles de nuestra existencia!

    Sabemos cuán pasajera es esta vida, y que todo aquí es transitorio, lo bueno, lo malo, lo placentero y lo doloroso. Pero aspiramos Señor a estar contigo y gozar definitivamente y en paz de cuanto amamos en esta vida. Esa es nuestra esperanza, ese es nuestro mayor anhelo.

 

    Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi”. Es un llamamiento a la honestidad con Dios, a no tranquilizar la conciencia con el cumplimiento de unas prácticas cuyo contenido se ha olvidado. Es como si Jesús nos dijera: Este pueblo me miente.

    Toda acción humana arranca del corazón, pero si el corazón está manchado, el hombre entero y su actuación quedan manchados.

    ¡Cuántas fiestas celebramos, que tienen origen cristiano, y se han convertido para algunos en una fiesta en la que Dios está ausente! La Navidad, la Semana Santa, la Pascua, los domingos...

    ¡En cuántas ocasiones también, la actuación diaria en la familia y en el lugar de trabajo está manchada por la envidia, la ambición, la impaciencia, los malos modos, la egolatría!

    Las obras externas quedan marcadas por la intención con que se hacen. Jesús recuerda que hay que empezar por purificar el corazón, pues de él proceden los malos propósitos. Las maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.



 

     Con toda mi alma, con todo lo que puede caber en ella y lo que de ella puede manar quiero darte gracias, Dios mío, en este tiempo de verano en que los frutos están recogidos y la tierra nos ha ofrecido el regalo generoso de tu gran bondad: el dorado trigo.

    Tú que nos sostienes Padre, Tú que nos ayudas a seguir viviendo, Tú que, a pesar de nuestras infidelidades y pecados, siempre estás ahí, amoroso, paciente, amable... recoge hoy mi oración agradecida.

    Todo cuanto tengo, cuanto soy, mis frutos, lo que recibí y lo que puedo dar, todo viene de Ti, mi Señor. Pues tuyos son este cielo y esta tierra, este calor y toda esta vida procede de Ti y Tú renuevas el mundo y das frescura al aire por la noche, cuando las aves lanzan sus vuelos y sus cantos ensalzando al Creador.

    También las gentes que van entregadas a sus afanes, que recorren las ciudades, los pueblos y los campos en busca del sustento parece que cantan y que ensalzan al dueño de la vida, de la luz, del amor, el dueño de cuanto existe.

    Con toda mi alma, con todo lo que puede caber en ella y lo que de ella puede manar quiero darte gracias, Dios mío.

        Desde tu interior, cada día y en cada momento, puedes acudir al Dios que todo lo puede. Puedes pedirle: atiéndeme, pues te necesito. Te acepto como principio y fin de esta vida mía, mi creador, mi plenitud.

        Me siento en tus manos amorosas y nada temo. Cuanto soy y cuanto seré... todo Tú lo conoces, y respetas mi libertad. Por eso libremente acudo a ti, como un hijo que pide ayuda a su padre sabiendo que no se la negará. Presiento cómo eres y te veo en mi interior, a pesar de mi mal, a pesar de mis pecados.

        No me siento lejos de ti, pues aunque yo me aleje Tú no te separas, oh Dios, mi Dios.

        Tú eres mi Dios presente, el Dios de mis días que me sondea y me conoce. Tú eres mi Padre y yo soy tu hijo, eso lo siento muy adentro y nadie me lo puede arrebatar. Eso transforma mi existir y me hace respirar seguro.

        Ay mi Dios que tranquilidad. Aunque marche por cañadas oscuras, aunque sienta que pueda perderme, Tú no lo permitirás porque no me abandona jamás esta experiencia de tu cercanía para que mi alegría consista en alabarte sirviéndote desde lo más hondo de mi alma.

 

    Aunque a veces se siente esa especie de desconcierto, ese temor que suscita las dudas ante los hechos inexplicables de la vida, ante los fracasos, las frustraciones, la enferme­dad, he de mostrarme agradecido: vivir es un regalo.

    Debo extasiarme ante el misterioso encantamiento de existir, por las sorpresas de los caminos de este mundo y por la deliciosa maravilla de tener cerca a quienes podemos amar, quienes nos aman. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios que nos ha dado el aliento que ha suscitado, dentro de nosotros, el alma eterna, el latido vital del cora­zón y la insondable capacidad de la mente humana. Para conservar en nuestra esencia la imagen y la semejanza de Dios.

   

Aunque vivimos en unos tiempos que no son muy diferentes a otros tiempos, este hombre de hoy tiene sus propias esperanzas y sus propios anhelos.

Es verdad que las discusiones teológicas en torno a las preguntas sobre Dios tienen, en este tiempo, poco sentido. Sin embargo, no son pocas las personas que se preguntan cómo pueden experimentar a Dios. Las gentes no se conforman con creer en Dios; quieren sentirlo, quieren participar de su amor.

Puede ser que las palabras sobre Dios resulten vacías, en realidad toda palabra sobre Dios será excesiva, ya que Él es y permanece inmutable, inefable.

Sin embargo, se pueden crear espacios para abrir el alma, donde encontrase con Dios. Allí muy dentro de ti, escondido, permanece ese gran misterio y ante él reconoces quién eres. No miras ya a tu alma, sino que miras a Dios y en Él ves quién eres tú.


Dios nos habla de muchas maneras. Él no sólo quiere hacernos entender dónde estamos, cuál es nuestro problema y nuestra necesidad, sino que también nos revela su amor y su poder. Nos busca para ayudarnos, para salvarnos.

Tal vez hoy estemos escuchando la misma pregunta que oyó Adán, ¿dónde estás tú? Si estamos alejados de Dios, si caímos en el abismo del mal, si sentimos que hemos transgredido sus mandamientos y sus enseñanzas, no nos desesperemos.

Siempre se puede regresar a Dios, recuperar su presencia en nuestras vidas y ganar esa confianza en Él que tanto ha de tranquilizarnos.

Donde quiera que estemos el Señor nos alcanza con su amor. Él, en forma muy especial, nos habla con el Espíritu Santo para decirnos, dónde quiera que estemos, que el Espíritu quiere guiarnos a los pies de Jesucristo. Allí el Señor se acerca a nosotros para mostrarnos que hay perdón y que hay esperanza. Aceptemos su invitación y por la fe llegaremos a Dios.

 

Cada día vive como si fuera el primero, y el último y el único.

No critiques. Si notas que algo anda mal, colabora en la solución con palabras de amor, con cariño.

No permitas que los problemas económicos te causen intranquilidad y recuerda que al final del camino lo único que podremos llevarnos serán las buenas acciones realizadas.

Mantén el buen humor ante cualquier circunstancia, ya que la alegría es la mejor medicina para la vida.

Sonríe. Procura no tomarte demasiado en serio las cosas, manifiesta tu amor hacia los demás con gestos y palabras dulces.

Aprovecha el tiempo para aprender y haz una buena base sólida de conocimiento que te conduzca a llevar una vida triunfadora.

Evita las discusiones vanas que solamente conducen al distanciamiento y al rencor hacia los semejantes.

Valora tu trabajo, pero sobre todas las cosas, acuérdate de que el amor al prójimo es el secreto de la felicidad.

 

Nosotros no seguimos a un muerto, por importante que haya sido su vida. Seguimos a uno que está vivo. Creo en un Dios que vive para siempre y eso llena de tranquilidad mi alma.

Ante las dudas, ante la inevitable presencia del dolor, ante el frío aviso de la muerte, siempre me repito: yo sé que mi redentor vive y que al final de los tiempos me rescatará del polvo.

Lo veré yo mismo y no otro, mis propios ojos lo contemplarán, y en esta carne mía veré a Dios, mi salvador.

 

Invoco al espíritu de Dios y le pido: robustece mi fe y abre mis ojos para hacerme ver que tu victoria ya ha llegado, aunque quede velada bajo apariencias humildes que ocultan la gloria de toda la realidad celestial mientras seguimos en esta tierra.

Tu victoria ha llegado porque Tú has llegado. Tú has andado los caminos del hombre y has hablado nuestra lengua con tus propias palabras guardadas desde antes de la creación del mundo. Has gustado nuestra miseria, también nuestra grandeza y has llevado a cabo tu redención. Tú has hallado la muerte y has resucitado, y has restaurado la vida para siempre.

Llevarás a término esta obra magnífica, la obra de tu amor y de la gran misericordia del Padre. Eso será cuando Tú quieras. El día y la hora están ocultos, pero son ciertos como la misma bondad del Dios. 

 

Aquellos primeros cristianos vivieron el anuncio de la resurrección de Jesucristo como el contenido central de la Buena Noticia.

Desde entonces comenzó a difundirse hasta los confines de la tierra: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, el Mesías, el Cristo ha resucitado y está vivo, con una vida nueva en un cuerpo glorioso que pertenece a una dimensión espiritual trascendente, y ha querido hacernos partícipes de su resurrección, de modo que también nosotros vivamos y seamos eternamente felices.

Este anuncio constituye una invitación a poner la mirada en las realidades eternas, no a quedarnos en lo meramente terreno, que es transitorio.

La fe del cristiano no es una ideología, ni una escuela filosófica, ni siquiera puede reducirse a una doctrina para mejorar el mundo. La resurrección de Cristo, y con él la de todos los hombres y mujeres es la esencia del cristianismo.

Hay vida tras la vida, cada hombre con sus pensamientos, con su identidad, como ser único e irrepetible merece ser inmortal ante la presencia de Dios.

 

Pascua es un nombre que invoca a la alegría plenamente justificada.

Porque la Pascua coincide con la estación en la que, tras el letargo invernal, la naturaleza vive de forma repentina y casi inesperada, la explosión de la luz, el color, de las formas, perfumes, vida y belleza. Todo lo que denominamos con esa palabra: primavera, Pascua florida.

Une en perfecta armonía las fiestas cristianas y litúrgicas, y la experiencia natural y vital que subyace en ella.


       Es toda una invitación para nosotros, para hacer aflorar en la conciencia la necesidad de la vida, la renovación que llevamos dentro.

Para aquellos que celebramos la Pascua, nuestra fe nos da toda la confianza en el que pudo vencer el mal y ese gozo es eterno.

Hoy le damos gracias a Dios por las muchas bendiciones y oramos para que venga su paz a los asuntos de toda la humanidad.

 

En la larga y milenaria andadura de la humanidad, los hom­bres y las mujeres de cada tiempo se han preguntado por el sentido de sus vidas. Seguramente tú también llegaste a que­rer saber qué se pedía de ti.

Hemos buscado y hemos caminado como peregrinos a lo largo de nuestra existencia y ¿qué hemos hallado? Solo sacrifi­cio, fatigas, dolor, soledad. Pero también amor. Siempre hubo amor. Tal vez era poco perceptible pues no era escandaloso. Tampoco era efusivo ni acelerado, mas era penetrante, sutil y silencioso.

Es verdad, siempre hubo amor y estaba en ti. Ese gran amor misterioso y eterno que venía de Dios, solo de Él. Hoy lo he­mos encontrado y hallamos las respuestas a tantas preguntas.

Él vive para siempre por puro amor. Seguramente tú tam­bién llegaste a saber lo que se pedía de ti. Vive para Él.

Conozco Señor los temores de este mundo. Miro a mi alrededor y descubro esos temores. A veces la vida me parece un desierto; un vastísimo, árido y oscuro desierto. En él me debato fatigosamente, avanzo y busco la salida. Necesito, Señor, encontrar tu lugar.


¿Dónde estás, Señor mío? ¿Por qué te ocultas de mí?

Temo Señor no poder aguantar una vez más el esfuerzo de ser como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea.

Pero, en mitad de este desierto que tanto me asusta, presiento tu presencia repentina. Eres mi refugio. Tú guías mis pasos. Mi único remedio está en Ti, Señor. Por eso, sé que debo caminar en alegría. Sostén mi mano. No me dejes, no te apartes de mí en el nuevo día, mi Dios.

 

Estamos en Cuaresma. Este es un tiempo ideal para retornar sobre tus pasos y para tratar de hallar esa luz, esa llama que, aunque ahora es pequeña, casi insignificante, sigue encendida en el fondo de tu alma.

      Iluminado por ella, al amparo de su resplandor, podrás descubrir que todo, absolutamente todo, es pasajero y que hay cosas eternas más allá que te aguardan frondosas y puras al final del camino.

Hoy es tiempo para caminar, para avanzar hacia donde Él te aguarda. Piensa que es amor, solo amor puro y verdadero, lo que está allí delante de Él.

 

El hombre vive entre tentaciones, así es la vida. Mientras el tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene. Efectivamente, hoy el Señor escucha también tu llamada, tu clamor en medio del deseo de alegría, de paz y de amor.

Como otros seres humanos, como en todas las épocas, es posible que hoy te sientas abandonado. Sin embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de la enfermedad y del temor al futuro que sin duda afectan sin distinción a ancianos, adultos y niños, Dios no permite que predomine la oscuridad.      En efecto, hay un límite impuesto al mal por el bien divino, y ese límite es la misericordia de Dios.
 
 

La Cuaresma es un tiempo privilegiado de la peregrinación interior. Un camino silencioso hacia Aquél que es la fuente de la misericordia.

Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, de nuestros miedos, de nuestra falta de fe.

Pero puedes estar seguro de que Él avanza con nosotros, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso al pasar por el «valle oscuro» por esos lugares de la vida tan desolados y tan tristes. Eso también es penitencia. También nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos, y a encontrarle a Él.

    Hago el silencio en mi interior y reconozco que me cuesta mucho hallarte dentro de mí. Por eso necesito alejarme de mí mismo. Dejar atrás esta fallida vida mía, sembrada de errores, de vanidades, de recelos y de dudas.

Cómo necesito creer en Ti, Dios mío. Qué necesidad tengo de tenerte conmigo.

La vida se pasa y sigo aquí solo con mis cosas, con mis problemas. A veces me parece, incluso, que no hay nada más. Pero entonces me digo ¿Por qué estas dichosas dudas? Si Tú estás aquí.

Es cierto, oigo tu voz tan cercana. Me hablas ahora, en este preciso momento, y me hablas de mí mismo, y yo te escucho.

Hoy, Señor, me elevo para escucharte. Dios de la verdad, de la luz, de la paz.

A esta hora en que parece la vida se pone más calmada y que el mundo deja de brillar, pero mantiene esa serenidad de la luz del atardecer en la que vuelvo a echar mi alma a volar.

Me elevo sobre los tejados, sobre la ciudad, sobre la carretera, sobre los campos silenciosos, sobre las montañas, sobre el mar. Veo la grandeza y la belleza del mundo. La inmensidad de la creación. Tu creación, Dios mío. En el viento fresco siento tu presencia, mi Dios.

Me veo más humilde e insignificante como un grano de arena. Disminuyo en mí mismo y me empequeñezco hasta casi desaparecer ¿Quién soy yo para que te fijes en mi? ¿Para que te acuerdes de mi?

Me acoges en tu mano cálida y creadora y me reintegras a ti, a tu tono maravilloso a tu infinitud amorosa. Yo me regocijo, me sereno y me expando en ti.

 

Señor, antes que fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y para siempre, tú eres Dios y soportas que nosotros, frágiles y culpables, continuemos habitando en la tierra de los vivos y nos das días y años para que adquiramos un corazón sensato: que el amor, Señor, nos haga siempre dóciles a tu voluntad, que nuestras acciones proclamen la obra de tus manos para que así podamos un día gozar eternamente de la dulzura de tu presencia.

Dios y Señor del tiempo y de la eternidad, antes de que retornemos al polvo del que fuimos formados, tu paciencia nos sostiene para que conozcamos tu voluntad.

Que baje, Señor, a nosotros tu bondad y haga, durante este día, prósperas las obras de nuestras manos, para que se manifiesten al mundo tu verdad y tu gloria.

 

          Venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, no podemos menos que abandonarnos en Él, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza.

Si tratáis a Cristo oiréis también vosotros, en lo más íntimo del alma, los requerimientos del Señor, sus insinuaciones continuas. Hay que orar en medio de esta vida confusa y difícil. Hay que buscar la voz del buen Dios.

En la oración, pues, el verdadero protagonista es Él. El protagonista es Cristo, que constantemente me libera de la esclavitud, de la corrupción y me conduce hacia la libertad.

Protagonista es el Espíritu Santo, que viene siempre en ayuda de nuestra debilidad.

 

Dios nos oye y nos responde siempre, pero desde la perspectiva de un amor más grande y de un conocimiento más profundo que el nuestro.

Cuando parece que Él no satisface nuestros deseos concediéndonos lo que pedimos, por noble y generosa que nuestra petición nos parezca, en realidad Dios está purificando nuestros deseos en razón de un bien mayor que con frecuencia sobrepasa nuestra comprensión en esta vida.

El desafío es «abrir nuestro corazón» alabando Su Nombre, buscando Su Reino, aceptando Su Voluntad.

 
 

La fe no puede arrancarte el corazón ni rasgar tu ser, eso no sería fe. La fe eres tú mismo intentando encontrar el camino que te conduce hacia Él.

Jesús ha venido para ayudarnos a vivir, para que en medio de esta azarosa existencia, de este miedo, de esta zozobra, hallemos la paz.

Él, tan amplio, con el corazón tan ancho puede reconciliarte. Viene a reconciliarte. Viene a echar a un lado ese desasosiego que no viene de Dios, que te repliega y que te arruga.

Volverás con la confianza del corazón... volverás a Él.

 

 

Todo comienza en tus profundidades. Necesitas un corazón reconciliado. Debes crear ese espacio, dentro y fuera de ti, en el cual sea posible la reconciliación verdadera.

Tus debilidades, tus penas, tus fracasos... tus más hondos y delicados sentimientos se hacen presentes. Ese eres tú. Así eres tú. Y así, solo así, Él te ama. Siempre te amo.

Aunque a través de tu vida azarosa y difícil, esa propia vida tuya con la que creaste una barrera entre él y tú.

Mas él estaba cerca, seguía cerca, hablándote en susurros, con su voz tan especial y tan silenciosa. Su voz de amor y de vida.

 

El sufrimiento es un misterio que se esconde en la propia esencia de la vida, esperando saltar a cada paso del camino.

Ante la prueba, ante el dolor cada uno siente la tentación de sucumbir como si todo estuviera perdido, se apagan repentinamente las luces de la razón y del entendimiento y la vida empieza a adquirir un color oscuro y triste.

Pero la respuesta al sufrimiento es siempre personal e intransferible, cada uno tiene que encontrarla.

       Para el creyente, la oración es un camino que nos conduce a encontrar la luz.

Él es el motivo de toda confianza, el manantial de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal. Es un Dios bueno y no un lado oscuro indescifrable y misterioso.

Por eso, aunque el aparente triunfo de la dificultad puede inducir a desfallecer, al desaliento, el verdadero creyente sabe que Dios le librará de todo mal, pues Dios ama el bien, ama infinitamente el bien.

Miro los campos y veo el orden bello de la naturaleza y por la noche, cuando miro el cielo, las órbitas  de  los  planetas,  las  fases de la luna y el puesto de cada estrella. Me fío de esa disposición.  Sé que el Sol saldrá,  como  siempre  mañana,  y  que,  aunque  el cielo inmenso  esté  todavía  oscuro,  me  hablará  de  esa  regularidad  y  me  dará  derecho  a  esperar  la  luz  del  día,  como cada mañana.

Ya es invierno, pleno  invierno,  pero    que  el  invierno  no durará.  Perfectamente comprendo que la primavera está ahí esperando y  todo  volverá  a  florecer  y  estará  lleno  de  vida  y  de calor. Esa es la marca de Dios sobre su creación, su sello de gracia, su poder y su garantía. De esta forma   que  la  naturaleza  acudirá también  a  completar mi ciclo: acabará este cuerpo en su invierno y Él me llevará a su primavera.

Así como me confío al Dios de la Creación, me fío también del Dios de la  Salvación,  en  su  ley,  en  su  voluntad  y  en  su  amor creo,  porque  su  ley  es  perfecta,  su  precepto  es  fiel,  sus  mandatos son rectos y su voluntad es pura.

La creación  física  es  el  espejo  de  la  creación  espiritual.  La misma voluntad divina que rige esas estrellas visibles gobierna el mundo invisible, así que no temo y confío en Él, especial-mente ahora en el tiempo de Adviento, cuando estoy lleno de esperanza, esta es la oración que rezo a diario:

Dame fe, Señor.

Dame confianza en tu santa voluntad que gobierna todo, que todo lo sabe.

Dirígeme, Señor, y corrígeme suavemente.

Cuídame a lo largo de mi órbita, como a una estrella en la noche, como a un punto de luz sereno y visible en la oscuridad y así llegaré hasta tu clara presencia.

 
      

         Adviento es una hermosa palabra. Es una palabra antigua y plena de hondo misterio. Una palabra que siempre resuena hermosa en mis oídos, en lo profundo de mi corazón anhelante, que me habla del tiempo y de la actitud de espera de los hombres, con llegada.

     En el acontecer rutinario en el que los hombres nos hallamos inmersos, acaso sin emoción, sin sobresalto, reservamos esa bella palabra, adviento, para hablar de acontecimientos altamente deseados y esperados desde antiguo, pues reportan grandes bienes.

Serás hoy feliz si sabes vivir en constante adviento, si comprendes lo qué es adviento. Feliz el hombre cuyos advientos humanos colman sus esperanzas, pero más feliz todavía aquel cuyos advientos son religiosos pues hablan de la venida, del advenimiento del Dios, que es el más bello y sublime, el más alto que cabe en la escala de las esperanzas.


        El 22 de noviembre celebramos a santa Cecilia, que durante siglos ha sido una de las mártires de la primitiva iglesia más venerada por los cristianos. Sabemos que pertenecía a una familia patricia de Roma, que fue educada en el cristianismo y que creía y confiaba en el único Dios verdadero.

    Cecilia fue martirizada por no sacrificar a los dioses paganos. Fue sepultada junto a la cripta pontificia en la catacumba de san Calixto. Santa Cecilia es muy conocida en la actualidad por ser la patrona de los músicos.

Sus actas cuentan que el día de su matrimonio, en tanto que los músicos tocaban, Cecilia cantaba a Dios en su corazón.

Al final de la Edad Media empezó a representarse a la santa tocando el órgano y cantando.

¿Qué sería de nuestra liturgia sin la música? La música tan esencial, la música que eleva nuestros corazones. Decía san Agustín: “quien canta, ora dos veces”.

Qué bien sabemos eso los que celebramos a diario la fe de nuestro Señor, sobre todo, los que nos reunimos para cantar salmos y adorar a Dios con la música.

Pedimos la protección de santa Cecilia, que ayude a nuestra Iglesia a elevarse siempre con sus cantos y a encontrar al Creador con la música.

  

Señor, antes de que fuera engendrado el orbe de la Tierra, desde siempre y por siempre, Tú eres Dios y permites que nosotros, frágiles y culpables, continuemos habitando en la tierra en que vivimos y nos das días y años para que adquiramos un corazón sensato.

 Que el amor, Señor, nos haga siempre dóciles a tu voluntad.

Que nuestras acciones proclamen la obra de tus manos, para que así podamos algún día gozar de la dulzura de tu presencia.

Dios y Señor del tiempo y de la eternidad, antes de que retornemos al polvo del que fuimos formados, tu paciencia nos sostiene para que conozcamos tu voluntad.

Que baje, Señor, a nosotros tu bondad y haga durante este día prósperas las obras de nuestras manos, para que se manifiesten al mundo tu verdad y tu gloria.

  
         La muerte es la más seria amenaza al deseo humano de vivir, el ultimo enemigo, el máximo enigma de la vida humana. La muerte desconcierta, atemoriza, escandaliza, pone en cuestión el sentido de la vida y también pone en cuestión a Dios.

De uno u otro modo brotan las preguntas: ¿habrá algo después? ¿Estamos condenados a morir? ¿Hay una esperanza? ¿Qué anuncia el Evangelio? ¿Cómo afronta Jesús su propia muerte? ¿Se resucita en el momento de la muerte o al final de la Historia? ¿Es cierto, como suele decirse, que no vuelve nadie para contarlo?

Marta, la hermana de Lázaro, cuando ha sufrido la muerte de su ser querido, dice lo que le han enseñado y lo dice sin mucho entusiasmo: “Yo sé que resucitará en la resurrección del último día, Señor”. Y Jesús le responde con la novedad del Evangelio: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?”.

Jesús habla de su propia muerte como de un paso de este mundo al Padre, un paso de este mundo sometido a la muerte, un paso al mundo nuevo resucitando a la vida, se va pero se vuelve, le verán los creyentes: “dentro de poco, el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis”.

Dios salva la vida a cuantos creen en Jesús, a cuantos la pierden por Él. Más aún, la vida eterna a la que resucitan los muertos es ya la posesión de los vivos que creen en Él. El que cree tiene ya la vida eterna. 
 

 

  Cuando llega este tiempo en el que los atardeceres son más tempranos y los días más cortos, a muchos les invade cierta tristeza, se acuerdan de los que ya no están con nosotros porque abandonaron este mundo.

Al mes de noviembre se le llama también “el mes de los difuntos”.

A veces, resultan inevitables los recuerdos. El otoño es evocador, nostálgico...

Hay, también, quien al pensar en la muerte pierden la paz, se atemoriza, se desasosiega y se angustia. Algunas veces, las noches insomnes se hacen largas dando vueltas y vueltas a estas incertidumbres. Puede ser que incluso el panorama se presente sombrío, oscuro, al no hallar respuesta.

Esta es una pregunta propia del ser humano: ¿qué hay detrás de la muerte? ¿Qué hay más allá? ¿Cómo será esa vida que la fe nos promete con tanta vehemencia asegurándonos que supera a esta? ¿Qué es eso de la resurrección?

También a Jesús, en aquel tiempo, le hicieron esas preguntas. Él respondía sereno, con la certeza del que tiene fe, del que ve más allá.

Los que mueren son como ángeles, son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Eso de que los muertos resucitan ya lo había indicado también Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abrahám, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.

No es un Dios de muertos, el nuestro, sino de vivos, porque para Él, todos viven.

 
     

 
       La vida es un gran ejercicio de paciencia, un esfuerzo hecho de constancia, de la suma de muchas obras buenas.

La paciencia es muy importante, beneficiosa y necesaria en la vida diaria del cristiano, es uno de los frutos del Espíritu Santo.

La carrera cristiana es larga y necesitamos paciencia. “Por tanto, nosotros también teniendo en derredor nuestra tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso del pecado que nos asedia y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante”. Son palabras de la Carta a los Hebreos.

Para hallar el significado pleno de nuestra existencia, no debemos procurar el significado que esperamos, sino pacientemente el significado que nos va siendo revelado por Dios; el significado que nos llega desde la nube trascendente de su misterio y del nuestro: no conocemos a Dios y no nos conocemos a nosotros mismos.

Entonces, ¿cómo imaginarnos que podemos trazar nuestro curso hacia el descubrimiento de nuestra vida? Este significado no es un sol que sale todas las mañanas, aunque hemos llegado a pensarlo así, y las mañanas que no sale lo sustituimos con alguna luz artificial nuestra para no admitir que esa mañana fue absurda. En el fondo esto es impaciencia.

Roguemos pues al Espíritu Santo que nos dé la paciencia suficiente para entender el conjunto del significado de nuestra vida.



   Cuentan que el gran artista Miguel Ángel tardó mucho tiempo en dar los últimos toques a una de sus obras más famosas: aquellas bellísimas pinturas de la Capilla Sixtina. Dicen que el Papa que le había encargado la obra lo visitaba casi todos los días y le preguntaba siempre: ¿qué has hecho hoy? A lo cual el maestro contestaba: hoy he perfeccionado ese detalle en la mano, he mejorado la sombra en aquella arruga, he arreglado la luz en aquella parte del vestido...

     “Pero eso son bagatelas”, replicaba el Papa.

     “Ciertamente -contestó Miguel Ángel- pero la perfección se hace de bagatelas y la perfección no es una bagatela”.

     La vida del cristiano está hecha de muchos pequeños detalles, las pequeñas cosas de cada día. No hay cosa tan pequeña que no merezca nuestra atención. Puede parecer una bagatela, pero no olvidemos que de esas pequeñas bagatelas está hecha nuestra vida y la vida no es una bagatela.


       Es verdad que el dolor produce en nosotros e inquiere muchas preguntas, angustias, oscuridades...

        Esa pregunta sobre todo de quién soy yo y, en definitiva, a quién pertenezco, a qué conduce esto.

        El sufrimiento parece inútil y odioso en sí mismo. Sin la fe, resulta una maldición.

        Pero nosotros podemos clamar a Dios:

“Ayúdame amado Dios.

 

Ayúdanos Dios nuestro a comprender y aceptar los momentos penosos, duros y difíciles de nuestra existencia.

 

Sabemos cuán pasajera es esta vida y que todo aquí es transitorio: lo bueno, lo malo, lo placentero y lo doloroso.

 

Más aspiramos, Señor, a estar contigo y gozar definitivamente y en paz de cuanto amamos en nuestra vida.

 

Esa es nuestra esperanza.

 

Ese es nuestro mayor anhelo”.

   

      A veces el sufrimiento se presenta de repente, sin llamar antes a tu puerta.

   Entonces viene y hace la pregunta: ¿quién eres tú?

        Al sentirnos interpelados de esta manera, al vernos tocados en lo más profundo de lo que somos, de lo que hemos deseado ser, al vernos convertidos en otra cosa, en seres solos, acosados, débiles... podemos desconcertarnos de momento como nunca antes nos había sucedido.

        El dolor inquiere de nosotros muchas preguntas, angustias, oscuridades... Y entonces hemos de responder: ¿quién soy yo? En definitiva, ¿a quién pertenezco? ¿Vendrá alguien en socorro mío? ¿Seré ayudado? ¿Seré confortado? ¿A qué conduce esto?

        Pero el hombre de fe, aunque a veces padezca cierta oscuridad, cierta zozobra, sabe que más allá de sus sufrimientos hay luz, hay sosiego y que puede hallar la paz de su corazón, aun en medio de las mayores penalidades.

 


       Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Es un llamamiento a la honestidad con Dios, a no tranquilizar la conciencia con el cumplimiento de unas prácticas cuyo contenido se ha olvidado. Es como si Jesús nos dijera: “Este pueblo me miente”.

            Toda acción humana arranca del corazón, pero si el corazón está manchado, el hombre entero y su actuación quedan manchados.

            ¿Cuántas fiestas celebramos, que tienen su origen cristiano, se han convertido para algunos en una fiesta en la que Dios está ausente: la Navidad, la Semana Santa, la Pascua, los domingos...?

            ¿En cuántas ocasiones también la actuación diaria en la familia y en el lugar de trabajo está manchada por la envidia, la ambición, la impaciencia, los malos modos, la egolatría...?

            Las obras externas quedan marcadas por la intención con que se hacen.

            Jesús recuerda que hay que comenzar por purificar el corazón, pues de él proceden los malos propósitos.

            Las maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.

    
 
 
 
 
 


   Porque te vi ayer en la calle y en los campos; en el pueblo acompañando a los niños y niñas que iban al colegio por primera vez; a hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, entre ruidos, cruzándose entre los vehículos y los semáforos; al hacer su trabajo, limpiando vidrios, extendiendo su mano, agotados, tristes, en la ciudad, en las calles, como en tantos lugares del mundo; en pleno verano, en la ciudad, en las playas, junto al inmenso mar, en la presencia impresionante de las montañas y de los bosques.

        Te bendecimos y te alabamos Señor y te pedimos que estés con nosotros ahora, porque te vimos peregrino con aquellos que buscan un pedazo de tierra para vivir, un techo para cobijarse, un trabajo para sentirse digno.

        Te bendecimos y te alabamos y te pedimos que no dejes de estar con nosotros. Gracias por haberte hecho presente una vez más y por decir aquello de “venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”.

        Porque te vimos en medio del odio y de la violencia, en medio de la opresión y de la destrucción sin sentido diciendo “¡No, parad! No os matéis. No me matéis una vez más”.

        Te bendecimos y te alabamos y te pedimos que estés siempre con nosotros. Gracias porque nuevamente podemos escuchar tus palabras: “mi paz os dejo, mi paz os doy, aunque yo no la doy como la da el mundo”. No dejes de estar hoy con nosotros.

 


          Collins afirmó: “En la prosperidad nuestros amigos nos conocen, en la adversidad nosotros conocemos a nuestros amigos”.

        Es verdad. Los problemas, la adversidad, es la piedra de toque de la genuina amistad.

        No conocemos realmente a nuestros amigos si no hemos sufrido con ellos.

        Lo expresa con singular belleza este proverbio chino: “Se conoce una buena fuente en la sequía y un buen amigo en la adversidad”.

        Los verdaderos amigos son aquellos que comparten nuestra desgracia sin ser llamados, los que tenemos a nuestro lado en los momentos difíciles y cuya alegría, en los momentos de éxito, es de tal modo sincera que no se detecta ni la mayor sombra de envidia en su alma.

 
 

         Ahora, a esta hora del día, tú puedes pensar en Él, en Aquel de quien proviene toda claridad y toda luz.

        Tal vez estés algo abrumado por la vida. Es posible que esa preocupación, ese temor, oscurezca tu conciencia, tu interior, pero tú ahora puedes detenerte un momento y hablar con Él.

        Si no tienes cerca un santuario, un templo, puedes hablar ahí mismo, en el santuario de tu corazón, puedes hablar con Aquel de quien viene toda claridad, toda luz.

        Si hay algo de oscuridad, algún resquicio de sombra en tu alma, entra en tu santuario interior y haz ahí el silencio.

        Tu corazón guarda su secreto. Tu alma tiene su misterio. Ahora tú puedes hablar con Él, con Aquel de quien viene toda luz, el único que sabe hacer amanecer.

        Haz que por un momento se disipe tu sufrimiento y clama, aún en tu oscuridad, sencillamente y con toda confianza.

        Hoy es tiempo para caminar, para avanzar hacia donde Él te aguarda, piensa que es amor, solo amor, puro y verdadero, lo que está ahí, delante de ti, dentro de ti.

 
 
         Con toda mi alma, con todo lo que puede caber en ella y lo que de ella puede manar quiero darte gracias, Dios mío, en este tiempo de verano en que los frutos están recogidos y la tierra nos ha ofrecido el regalo generoso de tu gran bondad: el dorado trigo.
        Tú que nos sostienes Padre, Tú que nos ayudas a seguir viviendo, Tú que, a pesar de nuestras infidelidades y pecados, siempre estás ahí, amoroso, paciente, amable... recoge hoy mi oración agradecida.
        Todo cuanto tengo, cuanto soy, mis frutos, lo que recibí y lo que puedo dar, todo viene de Ti, mi Señor. Pues Tuyos son este cielo y esta tierra, este calor y toda esta vida procede de Ti y Tú renuevas el mundo y das frescura al aire por la noche, cuando las aves lanzan sus vuelos y sus cantos ensalzando al Creador.
        También las gentes que van entregadas a sus afanes, que recorren las ciudades, los pueblos y los campos en busca del sustento parece que cantan y que ensalzan al dueño de la vida, de la luz, del amor, el dueño de cuanto existe.
        Con toda mi alma, con todo lo que puede caber en ella y lo que de ella puede manar quiero darte gracias, Dios mío.

     Yo sé que mi Dios es bueno, por eso le doy gracias porque percibo que su amor es eterno y lo repito constantemente en mi interior: eterno es su amor.
        También sé que todo aquí es transitorio, fugaz, perecedero, que soy  un peregrino en este mundo, un ave de paso, pasajero de viaje hacia otro lugar.
        Por eso acudo al santo Dios, que gobierna mis pasos y vigila mi sendero, celebro la gran misericordia de ese Dios y lo escucho y me repito: es eterno su amor. Lo dicen quienes veneran al Señor en la casa de Dios, del único Dios, en su santo templo.
        En mi caminar clamo a Él y Él me entiende, me da respiro, me calma. Por eso ahora no temo a nada porque sé que está conmigo, que es mi auxilio y que finalmente triunfaré sobre mis males, que llegaré a mi destino y me confortará con amorosos cuidados de padre y de madre.
        Me doy cuenta de que lo mejor es refugiarse en Dios, mucho mejor que fiarse de los hombres y muchísimo mejor que confiar en los poderosos.
        Cuando me rodean peligros y me asaltan las dudas me acuerdo del nombre de mi Dios y le invoco. Él escucha mi voz suplicante y acude enseguida en mi ayuda. No con ruido, ni con escándalo sino en pacífico silencio. Me cubre con su energía, serena mi alma, me acaricia y me dice: “No temas, yo estoy aquí”.

Yo sé que mi Dios es bueno, por eso le doy gracias porque percibo que su amor es eterno y lo repito constantemente en mi interior: eterno es su amor.
        También sé que todo aquí es transitorio, fugaz, perecedero, que soy  un peregrino en este mundo, un ave de paso, pasajero de viaje hacia otro lugar.
        Por eso acudo al santo Dios, que gobierna mis pasos y vigila mi sendero, celebro la gran misericordia de ese Dios y lo escucho y me repito: es eterno su amor. Lo dicen quienes veneran al Señor en la casa de Dios, del único Dios, en su santo templo.
        En mi caminar clamo a Él y Él me entiende, me da respiro, me calma. Por eso ahora no temo a nada porque sé que está conmigo, que es mi auxilio y que finalmente triunfaré sobre mis males, que llegaré a mi destino y me confortará con amorosos cuidados de padre y de madre.
        Me doy cuenta de que lo mejor es refugiarse en Dios, mucho mejor que fiarse de los hombres y muchísimo mejor que confiar en los poderosos.
        Cuando me rodean peligros y me asaltan las dudas me acuerdo del nombre de mi Dios y le invoco. Él escucha mi voz suplicante y acude enseguida en mi ayuda. No con ruido, ni con escándalo sino en pacífico silencio. Me cubre con su energía, serena mi alma, me acaricia y me dice: “No temas, yo estoy aquí”.

      Tan pronto como guardo silencio y miro en mi interior afloran en mí muchos sentimientos que reprimo: decepciones, heridas, pasiones, miedos...
        Muchos huyen de estos pensamientos y buscan el bullicio del mundo y una actividad desmedida. Se pierden en pos de mil cosas para no verse a sí mismos.
        El silencio tiene tres partes: en primer lugar, nos hace contemplar la realidad, ver cómo estoy en la vida y qué se mueve en mi interior; en segundo lugar, me ayuda a desprenderme de lo que me ocupa constantemente, me ayuda a crear una distancia y a poder controlarme; en tercer lugar, gracias al silencio puedo identificarme con mí mismo y unificarme con el Dios.
        El silencio me conduce hacia la pura presencia. Soy un ser pleno en ese momento de acuerdo con mi vida; uno conmigo, con la creación, con el ser humano y con el Dios.
        Ya no medito más en Dios sino que estoy en Él, estoy en Dios.


       Sé que dentro de mí me llevo a mí mismo, convivo con el ser que Dios me ha dado desde que tengo conciencia.
        Aunque cambiara de aspecto, aunque envejeciera más, aunque mi cuerpo se tornara diferente... seguiría llevándome dentro a mí mismo. Aunque cambie de casa, de ciudad, de ocupación, de lugar en el mundo... quien se lleva dentro a sí mismo no va a cambiar.
        Por eso, todos, en un momento u otro de nuestras vidas, soñamos con un sueño que en el fondo sabemos falso.
        Si me hubiera pasado esto o aquello en la vida... Ay, si hubiera tenido aquella oportunidad, aquel trabajo... Si aquella persona amada me hubiera querido a mí... Si yo me fuera a vivir a otra parte... Si cambiara de ambiente, de amigos... Si comenzara de nuevo... Si en vez de ser así, como soy, fuera de otra manera... Si pudiera controlarme... Si tuviera éxito... Si fuera feliz... Si no estuviera enfermo...
        Todo esto es una vana fantasía.
        Gracias Señor por ser quien soy. Tú me has creado así y así me amas.
        Mi hacedor, mi Padre eterno, acepto lo que reservas para mí desde siempre y para siempre.

          No todo podemos saberlo, pero creemos en Ti, Dios nuestro, y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de
tu Hijo y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción.
        De modo que al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad adoramos tres personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad.
        En todos los misterios del Cristianismo, llámense como se quieran, está girando el misterio del amor trinitario y todo lo que encierra los misterios de ese amor infinito es la Santísima Trinidad.
        “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” comenzamos todas nuestras oraciones, comenzamos la santa Misa y la celebramos de todos los sacramentos y actos de la Iglesia.
        Al persignarnos hacemos una señal de la Cruz pequeña sobre la frente, la boca y el pecho, encima del corazón. ¿Qué estamos indicando? Que la cruz sobre la frente se refiere al Padre, que está sobre todo. La cruz en la boca indica el Hijo, la Palabra eterna del Padre brotada desde el seno del Padre celestial desde toda la eternidad, y la cruz sobre el corazón simboliza el Espíritu Santo.
        Cuando pasemos a la eternidad podremos contemplar a Dios directamente, gozar de Él y ser como Él.


          Presento mis manos abiertas y acepto todo lo que Dios quiera enviarme y me abandono en Él, en mi Dios.
        Miro hacia adelante y aparecen los temores como las sombras: lo que en el pasado me sucedió, lo que todavía se manifiesta amenazante,
lo que ya he sufrido... A veces, me apeno tanto...
        Pero clamando a Ti, Padre, desde lo más profundo de mi ser, desde mis mayores temores, me libro de esta existencia incierta.
        Esa oración mora en mí y no deseo desprenderme de ella, forma parte de mi ser, pues soy tu hijo y ¿a dónde acudiré? Lejos de Ti mi alma está seca.
        Hoy reconozco que me has creado realmente para acudir a Ti. Estoy en camino y nada podrá detenerme.
        Esa es la verdad, mi única verdad. No puedo menos que tener mis manos abiertas alzadas hacia Ti y seguir clamando.
        Para guiarme y sostenerme en este camino cuento con la pequeña llama que arde en mi corazón: tu aliento, el aliento del Espíritu de mi Dios.
        Por todo lo que hoy te he dicho, Señor, te ruego una vez más que no me abandones. Como un hijo confiado voy a esperar en el mejor de los padres. Y ahora, más tranquilo, seguro en Ti, puedo afrontar este día.

          Mi esperanza se enciende en Ti que alimentas el sentido último y deslumbrante de cada ser, en Ti que siempre escuchas, que siempre inclinas tu oído hacia mí.
        En el torbellino de mis búsquedas, de mis miedos y de mis fracasos me consuela saber que Tú compartes cada una de mis horas difíciles.
        Recuerdo que la profundidad de tu audacia creadora fue compañera de los hombres que de Ti se fiaron, mientras que aquellos que obraban a espaldas tuyas, a espaldas de tus designios, construyeron la trampa que arruinaría su propio esfuerzo.
        Por eso, sé Señor que no debo apartarme de Ti, pase lo que pase por mi mente confusa, atribulada y, a veces, absurda.
        Yo convierto en canciones la esperanza del camino gracias a la luz de tu palabra que ahuyenta todo error.
        Extranjero algunas veces entre hermanos que te ignoran o te niegan, hallo en tus palabras mi morada, mi paz y mi mesa más reconfortante.
        Tuyo soy en lo que tengo y en lo que aguardo, derribadas por tierra todas mis vanas seguridades, tuyo en la urgencia de entregar mi vida al futuro al tiempo que corre inexorable y me lleva en volandas hacia lo desconocido, pero mi esperanza se enciende en Ti, que alimentas el sentido último y deslumbrante de cada ser, en Ti que siempre escuchas, que siempre inclinas tu oído hacia mí.

       Camina plácidamente en medio del ruido y de la prisa y recuerda cuánta paz puede haber en el silencio.
        Tanto como sea posible y sin abandonar, llévate bien con todos.
        Di tu verdad tranquila y claramente y escucha a los otros, incluso al simple y al ignorante, ellos también tienen su historia.
        Evita a los exaltados y a los agresivos, pues ofende al espíritu y evita tú esa exaltación aunque te cueste, haz un esfuerzo, pídeselo a Dios, El te escuchará.
        Si te comparas con otros puedes envanecerte o amargarte, ya que siempre habrá quien sea más o quien sea menos que tú.
        Disfruta con los logros de tu vida, aunque te parezcan menudos a simple vista, son un regalo del Dios que todo lo puede y haz proyectos.
        Mantente interesado en tu trabajo por humilde que sea, es un bien real entre las cambiantes formas del tiempo.
        Sé precavido en tus asuntos porque el mundo está lleno de trampas, pero piensa que hay mucho de bueno a tu alrededor y en ello puedes ver, puedes apreciar, la eterna bondad de Dios.

      Te doy gracias Señor porque eres bueno y porque constante es tu amor, que no se acaba nunca.
        Te doy gracs Señor, Dios de todo, porque en todos mis asuntos Tú intervienes y haces maravillas en mi vida, aunque a veces yo no puedo apreciarlas.
        Me sacaste de aquellas cosas que en otro tiempo me hacían esclavo, con mano fuerte y extendiendo tu brazo. Como se tira de uno. Como tira de uno aquel que es un buen amigo.
        Cuando no tenía fuerzas me abriste el camino, pasé y fui salvado por ti. Sentí en mi vida, una vez más, que es constante y eterno tu amor conmigo.
        Sacaste de muy dentro poderes escondidos, rompiste mis cadenas y viniste conmigo y yo, a tientas, descubro que Tú me das, Señor, el pan que necesito, el pan que me da la vida y aunque me canso, vivo.
        No me dejes ahora que soy tuyo y hazme experimentar que es constante y eterno tu amor conmigo.


         Invoco al espíritu de Dios y le pido: robustece mi fe y abre mis ojos para hacerme ver que tu victoria ya ha llegado, aunque quede velada bajo apariencias humildes que ocultan la gloria de toda la realidad celestial mientras seguimos en esta Tierra.
        Tu victoria ha llegado porque Tú has llegado. Tú has andado los caminos del hombre y has hablado su lengua con tus propias palabras guardadas desde la creación del mundo. Has gustado nuestra miseria, también nuestra grandeza y has llevado a cabo tu redención. Tú has hallado la muerte y has resucitado, y has restaurado la vida para siempre.
        Lleva a término esta obra magnífica, la obra de tu amor y tu misericordia. Será eso cuando Tú quieras. El día y la hora están ocultos pero son ciertos como la misma bondad del Dios. Mientras tanto, gozo viendo cómo en sueños y profecías cómo en visiones de futuro, la victoria final te devolverá la Tierra entera a Ti que la creaste.
        Todo lo veremos entonces con estos ojos nuestros de carne y comprenderemos, y la humanidad se unirá y todos los hombres reconocerán tu majestad, y aceptarán tu amor dulce y generoso. Ese día ya es mío, me pertenece igual que tus promesas.


         Cada día, y especialmente en este tiempo de Pascua, agradece a Dios el privilegio de tener un día más de vida y vívelo así como si fuera el primero, el único y el último.
        No critiques. Si notas que algo anda mal, colabora en la solución con palabras de amor, con cariño.
        No permitas que los problemas económicos te causen intranquilidad y recuerda que al final del camino lo único que podremos llevarnos serán las buenas acciones realizadas.
        Mantén el buen humor. Es primavera. Aunque cualquier situación vaya mal, la alegría es la mejor medicina para la vida. Sonríe en cualquier circunstancia y procura no tomarte demasiado en serio las cosas que no van demasiado bien.
        Manifiesta tu amor hacia los demás con gestos y palabras dulces. El buen trato convertirá tu vida en un paraíso sin dolores ni sufrimientos.
        Aprovecha el tiempo para aprender y haz una buena base sólida de conocimiento que te conduzca a llevar una vida triunfadora.
        Evita las discusiones vanas que solamente conducen al distanciamiento y al rencor hacia los semejantes.
        Valora tu trabajo haciéndolo con amor, ya que ennoblece a los que lo realizan con entusiasmo.
        Y, sobre todas las cosas, acuérdate de que el amor al prójimo es el secreto de la felicidad.


¡Cristo ha resucitado!
        Siéntete hijo de Dios.
        Percibe ese espíritu de servicio que distinguía a Jesús con su manera de dignificar y perdonar a los demás, con la sencillez que lo llevaba a levantar a los más pequeños, a los débiles y a los caídos, con la transparencia de sus palabras, con la fidelidad de su amor, con el recogimiento y la cercanía al Padre de todos en la oración.
        Cuando lo hacemos así nos sobrecoge una experiencia nueva.
        Hasta nuestras renuncias y privaciones, hasta nuestra soledad y nuestra pobreza, hasta nuestras enfermedades y fallecimientos llegan la luz y el fuego del amor de Dios, el gozo de la paz y la resurrección de Jesucristo.


        Señor, aquí me tienes. He entrado en este tiempo santo casi de puntillas. Ahí fuera la luna llena ilumina los campos y los tejados convirtiendo el mundo en un reflejo de plata. Mi corazón se tranquiliza y mi alma vuela hacia Ti, Señor.
        Me gustan estos días, este tiempo de la Semana Santa. Escucho en mi interior la llamada de la fe, las voces serenas que me hablan de Ti, Dios mío. Veo el bullir de la gente en la ciudad y me llega el aroma sagrado de tu templo. Aun percibo el rumor de los cantos y el agitarse de las palmas y las ramas de olivo.
        Es tu tiempo, Dios. El bendito tiempo de mi Dios. Siento cómo acudes a mi ciudad interior, a las moradas de mi alma para recorrerlas con tus pasos limpios, pacificándome, reconciliándome, ayudándome a comprender.
        Me abro completamente a Ti y te dejo entrar. Hazlo Señor, mi Dios.
        Mi Señor, sondea mi alma y recompón mi espíritu, que es tuyo, todo tuyo.
        En el inicio de esta santa semana, me comprometo a buscarte con mis pies cansados y bien sé que te hallaré.


        Conozco Señor los temores de este mundo. Miro a mi alrededor y descubro esos temores. A veces la vida me parece un desierto; un vastísimo, árido y oscuro desierto. En él me debato fatigosamente, avanzo y busco la salida. Necesito, Señor, encontrar tu lugar.
        ¿Dónde estás, Señor mío? ¿Por qué te ocultas de mí?
          Temo Señor no poder aguantar una vez más el esfuerzo de ser como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea.
        Pero, en mitad de este desierto que tanto me asusta, presiento tu presencia repentina. Eres mi refugio. Tú guías mis pasos. Mi único remedio está en Ti, Señor. Por eso, sé que debo caminar en alegría. Sostén mi mano. No me dejes, no te apartes de mí en el nuevo día, mi Dios.


        Sobre  todo  mi  ser  se  extiende tu  mano  que  cura,  Señor.  Siento tu perdón y se alegra mi espíritu y  mi  cuerpo.  Hasta  mis  huesos se  alegran  cuando  siento  la  presencia de tu bendición en el fon-do de mi ser.
        Como se levanta el Sol sobre la Tierra,  así  se  levanta  tu  bondad sobre  tus  fieles;  como  dista  el oriente del ocaso, así alejas de mí mis pecados.
        Percibo    tu    ternura    porque conoces  la  masa  de  la  que  estoy  hecho  y  siento  muy  cerca  la proximidad de tus manos hacedoras. Te acuerdas de que soy barro,  solo  eso,  nada  más  que  barro  que  espera  alcanzar  tu don misericordioso.
        Tú conoces mis flaquezas porque tú eres quien me ha hecho. He  fallado  muchas  veces  y  seguiré  fallando,  pero  no  dejo  de esperar que tu misericordia me visite porque Tú me renuevas.
        Gracias Señor por tanta bondad.

“Procurad no olvidar al Señor”. Leemos estas palabras en el Antiguo Testamento cuando Moisés anima al pueblo de Dios a no olvidarse de Él. Tener presente lo que Él ha hecho en el pasado por ellos. Varias veces le dice: “Procurad no olvidar al Señor. Tened cuidado de no olvidaros del Señor, nuestro Dios”.
        Es muy fácil olvidarse de las cosas que Dios ha hecho en nuestras vidas. Él actúa de una forma muy profunda y amorosa y ahí le conocemos, ahí nos rendimos a Él y le agradecemos.
        Pero pasan los meses y los años y ya no nos acordamos más de lo maravilloso de su actuar en nuestras vidas.
        A veces pasamos por pruebas y tiempos difíciles, tal vez para humillarnos y saber si vamos a seguir confiando.
        Nos olvidamos de que el Señor nos ama y nos rescató de las tinieblas. Es justamente ahí cuando debemos recordar lo que el Señor ha hecho por nosotros.
        Hoy recordemos también el día en que le conocimos como nuestro Salvador.
        No te olvides del Señor, de lo que Él ha hecho por ti. Él es el motivo de tu alabanza. Él es tu Dios que ha hecho grandes y maravillosas obras por ti.


   Como otros seres humanos, como en todas las épocas, es posible que hoy te sientas abandonado.
      Sin embargo, en la desolación de la miseria, en la soledad, en la enfermedad, en el temor al futuro, en tus desilusiones, en tus males, en tus faltas... que afectan sin distinción a ancianos, adultos, a niños... Dios no permite que predomine la oscuridad.
        En efecto, hay un límite impuesto al mal por el bien divino y ese es la misericordia.

        Por eso, en este tiempo, el tiempo de Cuaresma, debes mirar directamente hacia la misericordia de Dios y debes ponerte en sus manos.

        La mirada conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y sobre los pueblos; sobre ti, que esperas tanto de Él.

        Jesús está contigo, ante las insidias que se oponen a la paz de tu corazón. Se compadece de las multitudes como entonces, la defiende de los lobos, aun a costa de su vida.

        Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno; te abraza a ti y te entrega al Padre.

        La Cuaresma es un tiempo privilegiado para hacer la peregrinación interior que a veces pide la vida.
        Un tiempo silencioso hacia Aquel que es la fuente de toda misericordia.
        Es un camino en el que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, de nuestros miedos, de nuestra falta de fe, de nuestra inconsistencia...
        Pero puedes estar seguro de que Él avanza con nosotros, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría inmensa de la Pascua. Incluso al pasar por el valle oscuro, por esos lugares de la vida tan desolados, tan tristes, donde nos alejamos de nosotros mismos en el dolor, la soledad, el pecado, el desdén de los otros, el desprecio...
        Mientras el tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nosotros mismos, Dios nos guarda y nos sostiene.
        Efectivamente, hoy el Señor escucha también tu llamada, tu clamor en medio de tu deseo de alegría, de paz y de amor.


        La misericordia es el atributo de un Dios que extiende su compasión hacia aquellos que le necesitan de verdad.
        Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento ilustran que Dios desea mostrar toda su misericordia al pecador.
        Cristo revela la verdad acerca de Dios, como un Padre de misericordia. Nos permite verlo especialmente cercano al hombre, sobre todo, cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad.
        Cristo muestra a Dios como Padre que es amor, que es rico en misericordia.
        ¿Te das cuenta? En la parábola del hijo pródigo no se utiliza ni siquiera una sola vez el término ‘justicia’, como tampoco en el texto original se usa la palabra ‘misericordia’. Sin embargo, se hace obvio que el amor se transforma en misericordia. El padre se compadece del hijo que es pequeño e insensato, errado, inconsciente, humano, débil.
        El hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas de su padre, merece a su vuelta ganarse la vida trabajando como jornalero en la casa paterna y, eventualmente, conseguir poco a poco una cierta provisión de bienes materiales, pero quizá nunca en tanta cantidad como había malgastado; tales serían las exigencias de la justicia. Pero nuestro Dios es algo más que un Dios justo, nuestro Dios es amor. Y Él sabe sacar bienes de nuestros males.
        La misericordia se fundamenta verdaderamente cuando extrae el bien de todas las formas del mal existentes en el mundo, incluso en el corazón del hombre.

        En esta soledad mía he descubierto Señor, mi Señor, que Tú has deseado el amor de mi corazón, tal cual es el amor de un hombre.
        Todo un Dios se ha fijado en tanta pobreza, en la vida de un hombre que está quebrado y atemorizado, pero que es amable para Ti y atrae la mirada de tu gran misericordia.
        Esta soledad mía me va enseñando también que no debo ser un ángel para que Tú me ames, para que te aproximes a mí, sino que te conmueve más la humildad del que está caído, del que se acerca sigilosamente a Ti para tocar solo el borde de tu manto.
        Mas para Ti, Señor, nadie es insignificante, a pesar de los errores, aunque se aleje por caminos perdidos, absurdos, insensatos... No, mi Señor, Tú a nadie desprecias, si está contrito y teme y espera.
        Tú no quieres que yo me vuelva grande ante tu mirada, que me crezca creyéndome, por mis buenas obras, el ser más elevado. Te conmueves, como siempre, en la pequeñez, en la humanidad que tanto amas, ese barro cálido que puedes moldear con tus manos amorosas.
        Ahora que vivo bajo tu misericordioso cuidado, te doy gracias y me reconozco criatura amada, deseada, rehecha una y mil veces, pero no desechada. Es necesario que yo sea humano, pequeño y frágil para comprender un misterio tan grande: el de tus cuidados y tu amor sin medida.

        Quienes claman a Dios son escuchados.
        Quienes día y noche alzan sus voces a Él no se sientan desamparados.
        La respuesta está escrita en la misma petición. Jesús lo asegura: son escuchados prontamente y sin tardar.
        El profeta Isaías lo recuerda en el nombre del que todo lo puede: un día es ante Dios como mil años y mil años son como un día.
        ¿Por qué entonces nos parece, a veces, que Dios se queda tan lejos?
        Tal vez porque Él responde en un instante que es equivalente a la eternidad, nosotros clamamos día y noche en la duración del tiempo.
        Él responde en un instante de Dios.
        Aquí vivimos el tiempo de los hombres, mas todo tiempo es de Dios.
        Por eso Dios quiere que oremos sin desfallecer nunca.
        Ahí está la prueba y el combate de la oración.

         Este Jesucristo nuestro, hecho hombre y nacido de mujer, misterio de misterio, claridad de claridades, plenitud del amor humano, ahora en este tiempo del Sol recién nacido, se cruza en nuestras vidas concretas y nos llama para estar con Él.
        Esta es la gran fiesta de la luz. Miramos la inmensidad del mundo y sentimos la plenitud de la redención de Dios, la culminación de su obra, la recapitulación de todo según su santa voluntad.
        Así los temores se disipan como las sombras de la noche porque sentimos que el destino está en manos de Dios, porque sabemos que todo, sea lo que sea, todo acabará bien.
        Los males tienen contado el tiempo. Las penas se escapan ya hacia el despeñadero y caen al vacío de la nada. Los malos recuerdos se quedan muy atrás. Solo reluce el bien, el bien supremo que espera la primavera de la divina bondad.
        Este es el designio misericordioso de Dios.


      ¿Qué sucederá en el futuro? No me refiero a mañana, ni a pasado mañana, ni siquiera me pregunto por los años  venideros. Quiero decir: ¿Qué sucederá al final? En el fin de los tiempos, ¿qué pasará? ¿A dónde iré? Y aquellos a quienes tanto amo, ¿dónde irán ellos, vendrán conmigo?
       Entonces me brota un presentimiento muy bello: todo lo recuperaré, más transformado, pleno, luminoso. Dios lo hará. Sí, Él sabrá hacerlo, porque Él puede hacerlo. Cuando todo llegue a su final el Dios restaurará todas las cosas en Jesús. Será una recapitulación. Lo que constituye la fe en que todo, absolutamente todo, será uno con Dios, y que se denomina apocatástasis o restauración de todas las cosas, tal como anunció san Pedro poco después de Pentecostés. San Pablo lo llama recapitulación, anakefalaiosis en griego; expresado por el sabio san Irineo como un momento final y esplendoroso donde todo cobrará sentido.
       El itinerario de cada persona es el itinerario de todo el cosmos. Regresamos al punto del que habíamos partido. Al final del recorrido volvemos a encontrarnos en el Dios llenos de experiencia de amor y de conocimiento. Es como decir con una confianza feliz: todas las cosas, sean las que sean, acabarán bien.


           Si me detengo durante un momento en esta hora del día en que cae la tarde y guardo silencio, aflorarán dentro de mí muchos sentimientos.
       Tal vez haya decepciones, heridas, pasiones, miedos, tal vez dudas.
       Por eso es que muchos huyen del silencio y buscan el bullicio del mundo o la actividad desmedida, tal vez huyendo de sí mismo, para no encontrarse consigo.
       Pero para saber quién soy debo buscar el silencio, aunque sea de vez en cuando. Este silencio producirá en mí varios estados.
       Primero, me ayudará a encontrar la realidad que está oculta entre tantos ruidos, ver qué se mueve en mi interior, qué me pasa, cómo estoy, ¿tengo problemas de afecto o soy yo mismo mis problemas?
       Mi miedo está ahí, es verdad, pero yo no soy mi miedo.
       Ahora veo que estoy necesitado, entonces me uno a Dios. Señor, te necesito, ven a mí.
       Soy un ser pleno, tengo a Dios. Él ya tiene resuelto mis problemas. Es mi Padre, qué he de temer. Soy uno conmigo mismo y con los demás y con toda la creación.
       Ya no medito más en Dios porque estoy en Él.


       El sufrimiento es un misterio  que  se  esconde  en  la propia  esencia  de  la  vida, esperando   saltar   a   cada paso del camino.
       Ante  la  prueba,  ante  el dolor   cada   uno   siente   la tentación de sucumbir como si todo estuviera perdido,  se  apagan  repentinamente las luces de la razón y del entendimiento y la vida empieza adquirir un color oscuro y triste.
       Pero  la  respuesta  al  sufrimiento  es  siempre  personal  e  intransferible, cada uno tiene que encontrarla.
       Para el creyente, la oración es un camino que nos conduce a encontrar la luz.
       Él es el motivo de toda confianza, el manantial de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba.
       Dios no es indiferente ante el bien y el mal. Es un Dios bueno y no un lado oscuro indescifrable y misterioso.
       Por  eso,  aunque  el  aparente  triunfo  de  la  dificultad  puede inducir a desfallecer, al desaliento, el verdadero creyente sabe que  Dios  le  librará  de  todo  mal,  pues  Dios  ama  el  bien,  ama infinitamente el bien.


        ¡Qué maravilla! A pesar de todo, el Cielo se sigue derramando en amor durante estos días porque es Navidad. Dios está aquí. Hay alegría por los caminos. Abre tu alma, amigo, nada te cuesta. Porque las promesas se cumplirán. Porque es Navidad.
        El Dios hizo el firmamento y lo llenó de estrellas. Hizo la luz y luego el Sol, y encendió una lámpara blanca en la noche para que se viera más clara la cara de Jesús, no fuesen a equivocarse los ángeles y los pastores y los magos. Hizo las montañas y las coronó de águilas y de nieve. Hizo mares, océanos y grandes desiertos de arena dorada para los caminantes. Después llamó a una pequeña estrella y la llevó hasta la otra punta del Universo para que miles y miles de siglos más tarde parpadeara para servir de guía a unos aventureros y valientes magos de Oriente.
        Con solo su mirada coloreó todas las especies de flores que había creado. Hizo crecer a los árboles, que al despertarse se agitan en el aire que forman la brisa y los vendavales. Del viento nacieron las dunas y la música primera del campo.
        Luego Dios hizo una pausa y pensó dónde poner su nacimiento y decidió que en Belén de Judá sería el lugar. Imaginó las figuras: el buey, la mula, los pastores... y le dio una estirpe a su hijo: padres, abuelos, bisabuelos... Cientos de vida para crear una vida, centenares de amores para conseguir el gesto, el tono de su voz, la mano extendida en la postura exacta para el nacimiento de Dios.
        Pensó en su madre. Toda la eternidad soñó con ella y la colocó en el nacimiento, junto a la cuna, con Jesús, vivo retrato de Dios y de María.
        También te creó a ti y a mí, y nos puso aquí para descubrir su misterio, su eterno, su infinito misterio de amor.


       Puedes preguntarte qué te pasa, porque es posible que hoy te encuentres abatido, triste, confundido, o envuelto en ese montón de brumas de los recuerdos.
       Tal vez este día que acaba es para ti un día más en la rutina de las semanas y de los meses, que se parecen los unos a los otros y en los que tampoco nada especial sucede.
        Es posible que no tengas planes precisos, ni aguardes a nadie ni a nada en especial. Hasta es posible que hayas perdido la esperanza, la fe, el amor. A pesar de ello, tengo un aviso para ti, mensaje enviado desde los siglos. Es como una promesa, como aquellas viejas profecías que alentaban las almas. Es un anuncio que supera todas las expectativas caducas de este mundo, una promesa para los hombres, pero especialmente para ti y está enviada desde toda la eternidad. Te ruego que te alegres y lo escuches, aunque no puedas, aunque sientas que no puedes. Álzate sobre tu triste postración, fíate de Dios, pues hay un aviso para ti, muchos lo hicieron. Graba este anuncio en lo más hondo de tu corazón y sal a su encuentro: ¡es Navidad! Viene a ti para siempre.
       Es posible que hoy te encuentres abatido y sin fuerzas pero el aviso sigue ahí, aunque nada te diga esa palabra. Es Navidad y debes vivir como si fuera Navidad siempre, pues hay un aviso para ti, un aviso desde toda la eternidad.


         La Virgen y san José, con su fe,  esperanza y su gran amor, salen  victoriosos en la prueba. No hay rechazo, ni frío, ni oscuridad, ni incomodidad que les pueda separar del amor que Cristo les da y que nace con ellos.
        Ellos son los benditos de Dios que le reciben. Dios no encuentra lugar mejor que aquel pesebre porque allí estaba el amor inmaculado que lo recibe. María estaba allí, escogida para una obra maravillosa, aunque sencilla y natural como el nacimiento de un niño.
        Ella sabe de esperanza. La invocamos como Virgen de la Esperanza. Puesto que el Hijo de Dios, nacido de María, está con nosotros y nos acompaña, no hemos de sentirnos solos en nuestro caminar terreno. Él nos amplía también el horizonte de nuestras aspiraciones inmediatas para considerarlas a la luz de la sabiduría divina.
        Es importante recordar que ha sido Dios quien ha tomado la iniciativa de encontrarse con nosotros. Por eso, la esperanza del Adviento consiste precisamente para prepararnos para ese encuentro gozoso con quien cambia nuestra vida para salvar a todo el género humano.
        Adviento. Adviento es para nosotros esperanza, acogida y escucha del mensaje del Mesías, que viene a transformar el mundo por el amor.
        Ven, ven Señor, no tardes.
        María, ayúdanos a vivir con esperanza

     El Adviento es un tiempo lleno de significado. Ahora es Adviento y Adviento es como decir tiempo de espera. Este tiempo de la esperanza, un tiempo rico de invierno en el que la naturaleza toda aguarda la plena manifestación del color y de la luz.
        Viene el tiempo nuevo. El tiempo del nacimiento del Dios. El único y verdadero Dios. El Dios con nosotros que trae la aurora de la paz, el consuelo y la dicha.
        Viene Él. Ten esperanza. Ya no temas, pues tu corazón pequeño y frágil, asustado y rebosante de buena voluntad está hecho todo para Él y su calor te hará vivir y te regenerará.
        Viene Él y tú debes tener esperanza. En su profundo y misterioso designio, Dios ya tiene la solución de nuestros problemas. Vivimos en el tiempo. Todo es cuestión de tiempo y nuestro Dios es el rey del tiempo y la eternidad.

     Adviento es una hermosa palabra.  Es una palabra antigua y plena de hondo misterio, una palabra que siempre resuena hermosa en mis oídos y en lo profundo de mi corazón, en mi corazón anhelante que me habla del tiempo y de actitud de espera, una espera con llegada.
        Esa es la marca de Dios sobre su creación, un sello de gracia, su orden y su garantía.
        De esta forma sé que la naturaleza acudirá también a completar mi ciclo.
        Acabará este cuerpo en su invierno y Él me llevará a la primavera.
        Así como me fío de la creación, me fío también del Dios de la salvación.
        Esta es su ley y su voluntad.
        Por eso, en Adviento vivo lleno de esperanza.
        Esta es la oración que rezo a diario: “Dame fe.
        Dame confianza en tu santa voluntad que gobierna todo, que todo lo sabe.
        Dirígeme Señor y corrígeme suavemente.
        Cuídame a lo largo de mi órbita, como a una estrella en la noche, como a un punto de luz sereno y visible en la oscuridad y así llévame hasta tu clara presencia”.

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